miércoles, 28 de diciembre de 2011

Los nuevos detectives de placas doradas

Le asoman los micrófonos porque parece tener algo importante que decir. Después de todo, la gente sigue atemorizada. Los gatilleros continúan haciendo su trabajo en las vías públicas, de carro a carro, o de carro a peatón, o de mesa a mesa en un food court, o en el despacho de un abogado, o en la sala de espera de una oficina de gobierno. La muerte acecha por doquier. Viene a la mente la escena de El Padrino en la que Michael Corleone se cita a comer en un restaurante del Bronx con el traficante Sollozzo y el capitán McCluskey para hacer las paces, pero súbitamente extrae un revólver y los mata a plena vista de los comensales, quienes, llenos de pavor, lo observan abandonar como si tal cosa el establecimiento.
Y, como si tal cosa, Emilio Díaz Colón se presenta orondo ante la prensa para anunciar la creación de veintitrés puestos de detective, trayendo consigo igual número de placas doradas, similares a las que usan Benson y Stabler en Law and Order: Special Victims Unit, o Deborah Morgan y Ángel Batista en Dexter. Se ven bonitas, es la verdad. «Cuando yo era nene en Yabucoa —dice el Superintendente— la juventud le tenía mucho respeto a los detectives». No sé lo que habrá querido decir; pero sé lo que habrá de producir: nada. De hecho, él mismo no puede articular una contestación inteligente a la pregunta del periodista: «¿Cómo resuelve esto la lucha contra el crimen?». Me lo imagino buscando con mirada nerviosa en el techo del salón la respuesta que no trajo. Lo único que se le ocurre decir es que el ciudadano, al ver la placa dorada de los nuevos detectives, «va a tener un poco de más confianza» y colaborará más con los agentes del orden público. Al leer esto no puedo siquiera sorprenderme ante este derroche de simplicidad y estulticia.
Decido entonces darle el beneficio de la duda. Es lo que mi mamá, muy beata ella, me ha inculcado desde pequeño: «No seas mal pensado, mijo, dale una oportunidad a las personas para que hagan lo que tienen que hacer. Las personas son buenas». Y por eso, comienzo a imaginar que, quizás, se trata de un mecanismo extraído del cajón de los milagros en el que habita el nuevo plan anticrimen del Súper. La escena me parece clara. Alguien que vio o escuchó la ráfaga de metralleta y salió ileso llama al 911. No es necesario que afirme que el que está tirado en el piso, inmóvil, está muerto; generalmente lo está. Los azules llegan primero. Sacan los rollos de cinta amarilla con las letras negras que dicen: «Escena del crimen — No pase», y las colocan alrededor del cadáver y del reguero de casquillos de bala que ha quedado en el lugar. Después viene la guagua del Instituto de Ciencias Forenses y sus técnicos comienzan a colocar los cartelitos amarillos plásticos con números (son muchos, demasiados) al lado de los casquillos. Y, cuando se aprestan a examinar el cuerpo, tomar muestras de sangre, fotos y las medidas de distancia entre los objetos de las pruebas, aparece con todo y sirena un carro no rotulado del que desciende una persona vestida de civil. Extrae su placa dorada y la muestra en todas direcciones. Los de azul levantan la cinta amarilla para que ella pase sin que tenga que doblarse. Le da una mirada a la escena y, todavía placa en mano, comienza a hacerle preguntas a los que están allí aglomerados. La placa sigue brillando y, al influjo de su brillo, los testigos comienzan a contestar sus preguntas sin parar.
Como en la televisión.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Platón, Diógenes y Thomas Rivera Schatz

Platón proponía, como modelo ideal para la gobernanza de cualquier Estado, que sus riendas estuvieran a cargo de los filósofos. Y Diógenes el Ingenuo (el cognomento es mío) salió a plena luz del día a una plaza de Atenas con una lámpara encendida a buscar un hombre honrado. Pues oyendo ayer la reacción del presidente del Senado al veredicto condenatorio contra el alcalde de Vega Baja por varios cargos de corrupción gubernamental, los recordé a ambos. Porque Rivera Schatz, con aire de filósofo, insistía en que el jurado había condenado injustamente a un hombre inocente  —con lo que él quería decir a «un hombre honrado»— y el alcalde Edgar Santana repetía su línea de «caso fabricado».
Pensé entonces que si los puertorriqueños exigiéramos como requisito para gobernar que sus funcionarios fueran filósofos, tendríamos a la Universidad de Puerto Rico otorgando grados honorarios de Filosofía a los Luises Fortuño, los Rivera Schatz, las J. Gos. y a las Melindas Romero de la vida. ¡Y nos chavaríamos igual!

sábado, 12 de noviembre de 2011

Y dios le habló así a Caín, digo, a Cain

Cada vez que oigo a una persona decir que escuchó la voz de Dios decirle que hiciera determinada cosa, creo que ha perdido la razón (si alguna vez la tuvo). Es lo que me ha pasado al leer que Herman Cain, el aspirante a candidato presidencial por el Partido Republicano, ha dicho que decidió postularse porque Dios lo convenció de que lo hiciera. Dijo —comparándose con Moisés—, que después de mucho orar y orar, Dios le reveló que eso era lo que él (Cain) debía hacer. Y que a esto él le respondió: «Señor, has escogido al hombre equivocado. ¿Estás seguro?» (You’ve got the wrong man, Lord. Are you sure?). Esta «revelación divina» le llegó luego de dos semanas de estarse defendiendo de alegaciones de hostigamiento sexual, a las que se han añadido ahora las de cuatro mujeres que lo acusan de lo mismo, por hechos ocurridos hace diez años cuando él presidía la Asociación Nacional de Restaurantes.
Es evidente que al dios imaginario de Cain no le importa que los candidatos a presidente de Estados Unidos tengan tacha —tacha moral, sobre todo— o que anden divulgando por ahí lo que, de seguro, debió ser una conversación privada entre creador y criatura. Pero nada nos extrañe; eso ocurre cuando el hombre hace a dios a su imagen y semejanza, justamente lo que Cain ha hecho. Aun así, en su viaje de esquizofrenia, Cain comprendió la equivocación de su dios porque le alcanzó la razón para decirle: «Has escogido al hombre equivocado». Lo lamentable es que siempre habrá alguna gente, sin esa clarividencia, que votará por él.

jueves, 13 de octubre de 2011

Noticias raras y comentarios insulsos


El otro día uno de mis lectores me preguntó que si yo me pasaba todo el día buscando noticias raras en la Internet para luego comentarlas. (También acotó que hacía tiempo que no traía a cuento el personaje de «mi mujer» y que si eso se debía a que mi esposa me lo había prohibido). Una cosa a la vez.
No, no pierdo el tiempo navegando por la Internet; tengo asuntos más importantes que hacer. Eso sí, diariamente visito las páginas de algunos periódicos de aquí y del extranjero. Sé que hay gente que no lee la prensa; dos ejemplos importantes, por la notoriedad de sus nombres, lo han sido Jorge Luis Borges y Roberto Bolaños (no Chespirito, sino el autor de Los detectives salvajes). Pero yo no he llegado aún a tanta indiferencia. De hecho, muchos de mis comentarios son sobre asuntos políticos o gubernamentales de sobrada relevancia y revestidos de gran seriedad. Así que muchos de los temas los veo en las versiones digitales de los periódicos por casualidad. Otras veces se presentan de modo más fácil, pues este tipo de noticia insulsa que se presta para comentarios livianos está justo allí en la página de apertura de Yahoo, donde tengo una de mis cuentas de correo electrónico, y resulta casi imposible no verlas. Aclarado el asunto de de dónde obtengo mis temas triviales, paso a lo segundo.
No, mi esposa no me ha prohibido escribir sobre «mi mujer» ni sobre ningún otro tema. Ella le deja eso a los gobiernos —algunos de nuestro propio vecindario geográfico— que suponen que su legitimidad y permanencia en el poder depende de que la gente no exprese sus opiniones, de que no critique sus acciones, de que no se sepa lo que hacen mal. Además, yo me comporto como «un buen padre de familia», al decir de los abogados, y modero mi expresión si sospecho que ella pudiera sentirse aludida de algún modo. Por ejemplo, yo no hubiera escrito la entrada sobre la noche de bodas de doña Cayetana, la duquesa de Alba, si mi esposa tuviera 85 años y luciera tan…

miércoles, 12 de octubre de 2011

No con el techo de cristal, sino con los bolsillos de cristal

Hay que ver la que se ha formado ante una modificación de la ley electoral que eximirá a los candidatos a cargos públicos de tener que divulgar sus planillas de contribución sobre ingresos como condición para su postulación. Uno esperaría que los defensores de una medida antipopular como esa fueran los novoprogresistas y no los populares —los del Partido Popular— que siempre han querido distanciarse de los estilos de clóset oscuro y blindajes opacos que caracterizan a su adversario principal. Pues ahora resulta que, ante la reacción airada de la gente, algunos legisladores populares han negado que fueran conscientes de que se estaba aprobando esa enmienda entre el «paquete» que contenía el proyecto de ley, y que votaron «sí», como el papagayo, porque su portavoz Héctor Ferrer se los pidió.
Esta mañana, mientras me enteraba de este brutum fulmen, escuchaba una entrevista que le hacían a Héctor Ferrer, a quien, por sus contestaciones solamente, no habría reconocido. Pero el locutor tuvo la cortesía de hacernos saber el nombre del entrevistado y sólo por eso advertí que se trataba del candidato a Comisionado Residente en Washington por el Partido Popular, y no de un portavoz del PNP. El fundamento de la enmienda que defendía era, según él, la intimidad del candidato o aspirante a candidato. No hay razón, afirmaba, para que un candidato no tenga los mismos derechos —como el de privacidad— que tienen los demás ciudadanos al amparo de la ley y la Constitución. Después de todo, añadió con aire filosófico, «la moral no se legisla». Y para que no cupiera duda de que la divulgación de las planillas debe ser cosa voluntaria y que eso es lo mejor que puede pasarle al país, dijo —como para rematar— que él se proponía revelar las suyas. ¡Miren qué mogolla!
Para empezar, el aspirante a un puesto público no tiene por qué exigir tanto «secreteo» ni «intimidad» en sus finanzas, pues a cambio —tratándose de un legislador—, le vamos a pagar un sueldazo con fondos nuestros que no podría ganar de otro modo, más dietas o bonificaciones diarias por el simple hecho de ir a trabajar, y un subsidio mensual de ensueño para la compra y mantenimiento de un automóvil de lujo. (No incluyo los almuerzos y cenas de cachete, u otras amenidades porque no tengo la prueba). De modo que quien quiera mantener en secreto sus finanzas puede optar por no aspirar a un cargo pagado con fondos públicos. De hecho, el Pueblo de Puerto Rico no los necesita; es preferible que se queden echando barriga en la intimidad de su hogar o en cualquier otro sitio, menos en el Capitolio. El país necesita servidores públicos honrados que no tengan nada que esconder, o como decía Tierno Galván, con los bolsillos de cristal.

martes, 27 de septiembre de 2011

Todo incluido

Ahora se publica que Shakira ha comprado parte de una isla al norte de las Bahamas por $16 millones para establecer un centro vacacional de lujo para los «ricos y famosos». Creo que ha hecho un mal negocio. Si le hubiera manifestado ese interés al adalidad de las alianzas público-privadas —el gobernador Fortuño, quién si no— de seguro le habría vendido la mitad de Puerto Rico… y por menos que eso. Incluso, pudo haber obtenido el «mailing list» de sus 100 amigos millonarios —como clientes potenciales—, los mismos a quienes Fortuño, dijo en su campaña, llamaría al ganar las elecciones para que invirtieran sus fortunas en el desarrollo económico de Puerto Rico, pero que no ha podido llamar porque se le ha extraviado esa lista.
Ah, y lo que Shakira no sabe es que «la ganga» de Fortuño es con subsidio de electricidad. ¡Todo incluido!

sábado, 24 de septiembre de 2011

Ni «Rayuela» ni la ópera (Columna)

Columna publicada hoy en El Nuevo Día

Aún recuerdo la cara de estupor que puso un amigo a quien, en medio de una conversación casual, le dije que había comenzado a leer «Rayuela» tres veces y había desistido otras tantas. De hecho, aprovechando ese estado de perturbación que pueden causar ciertas palabras en algunos semejantes, le expresé de seguido que la ópera me aburría. No creo que él estuviera preparado para escuchar tantas «blasfemias» juntas contra dos hitos de la cultura, pues simplemente se limitó a decirme: «Es una cuestión de gusto, y el gusto puede educarse». Fueron palabras de mucha sensibilidad que tomé como seña genuina de su afecto.

No sé si, en el fondo, él pensaba que mi caso es el de esos lectores que rechazan una obra por simple renuencia a hacer un esfuerzo prolongado de concentración —a los que se refirió Vargas Llosa desde este mismo espacio—, pero se trata de un riesgo al que me tengo que exponer si no quiero renunciar a expresar lo que pienso. Para mí, basta saber que, como muchos, puedo acometer la lectura de cualquier obra y salir airoso si me lo propongo, y que no es cuestión de sucumbir a los nombres prominentes o a la grandilocuencia de los críticos, ni mucho menos rechazar a las almas desafortunadas que vagan por el mundo editorial. 


En lo que va mucho de razón es en la intervención del gusto —sea educado o no— a la hora de enfrentar cualquier texto: esa maravillosa combinación de letras, sílabas y oraciones que nos revuelven las neuronas para provocar todo tipo de respuesta en nosotros. Me ha pasado alguna vez que, tras recomendar con mucho entusiasmo una obra a un amigo, la reacción a su lectura no ha sido tan entusiasta como yo creía justificado. Lo mismo me ha pasado ocasionalmente cuando alguien me ha recomendado un libro.


Tiempo después de la conversación sobre la literatura y la «educación» del gusto a la que me he referido, y mientras leía a Juan José Millás, tropecé con una declaración suya en la que este afirmaba algo que me hizo recordar mi desazón con «Rayuela». Hubo una época, decía él en palabras no tan exactas, en que para ser un buen escritor había que lograr cierta «ininteligibilidad». En aquel tiempo, era tenido en menos el autor que escribiera su obra de manera lineal o cronológica, o que consiguiera que el lector no se perdiera en las tramas intrincadas, o en el impredecible ir y venir del decurso del tiempo de la acción, o en la caracterización de personajes inusitados. Mientras menos se comprendiera el texto, mayor estimación ganaba su autor. Por ende, un narrador de tramas sencillas no podía aspirar al carné de escritor que expedían los críticos literarios ni al reconocimiento de sus pares.


Pero un día, decía Millás, anunciaron por televisión el fin de esa época, con tan mala suerte que algunos escritores no tenían prendido el televisor y no se enteraron de la noticia, ni entonces ni después. Algunos continuaron con su estilo decantado y, aunque mantienen su carné al día, son los que menor entusiasmo suscitan entre los lectores. Otros, han perseverado en la creencia, al decir de otro escritor, de que una oración puede ser una novela y una novela una oración. Afortunadamente para mí, Cortázar tiene una obra vasta y puedo disfrutar de muchos otros de sus textos con la misma devoción que lo hago con los de Cervantes o García Márquez.


En otra ocasión, comentando lo mismo con otro amigo, este quiso ponerme a prueba: «¿Entonces no lees a Saramago?», a lo que contesté: «Como lector, puedo darme ese lujo: el de las contradicciones». Debo admitir que, al contrario que mi mujer, puedo sobreponerme a las tribulaciones que suelen causar en muchos lectores el estilo literario del autor de «Caín», de quien, con toda seguridad, Millás diría que no veía televisión el día que debió hacerlo. Lo imagino porque en las traducciones de su obra al español —y que supongo fieles a su original portugués—, vemos que el escritor se ha saltado la ortografía a la torera, o al menos casi todas las normas esenciales que tanto trabajo nos cuesta aprender en la escuela, y que existen, después de todo, para hacernos entender mejor. 


Pero realmente con él no me ha pasado lo mismo que con Cortázar, a pesar de que la lectura de las obras de Saramago me obliga a un ejercicio continuo de recomponer el texto en mi cerebro, tras cada línea, para no perder el hilo ni la pasión. Me he preguntado a veces si es que Saramago pensaba realmente que sería muy estrafalario de su parte que las oraciones de sus novelas llevaran punto final, o que los diálogos aparecieran indicados entre comillas o con rayas iniciales en párrafos separados, como manda la Academia. Sé que podrían decirme que la incorporación de los signos ortográficos a la escritura de algunos idiomas del mundo ha sido cosa reciente, incluso el uso de las vocales; que uno de los ejemplos más pertinente a nuestra civilización es el del hebreo bíblico, y que, aun así, hemos podido leer a los hagiógrafos y beneficiarnos de sus versiones modernas.


Lo cual sugiere que la magia de la palabra escrita a veces parece ajena a la convención de sus grafemas, pues con más que menos vocales, con más que menos sílabas, con más que menos orden, siempre nos provocan, aunque de diferente manera. Tanto es así que si extrajéramos de una urna un número indeterminado de vocales, sílabas y signos de puntuación y las colocáramos para formar un texto aleatorio, siempre conseguiríamos a alguien que dijera «¡magistral!», expresión que, por supuesto, estaría matizada por el gusto del lector.

Edición impresa a la página 64; versión digital en:

lunes, 5 de septiembre de 2011

Como los perros

Como los perros, así en público y sin ruborizarse. La alcaldesa de Aalst, Bélgica, fue filmada en la azotea del castillo Olite de Navarra, España, mientras copulaba al aire libre con su marido. No hacían el amor, como suelen decir los que copian del inglés la frase manida de los hippies en los 60 «to make love». La película —a la que nos remite El Vocero en su versión electrónica y que aparece como tantas otras de naturaleza impúdica en la Internet— recoge el momento de un coito desabrido e infrahumano. Basta mirarle las caras a ambos turistas para darnos cuenta de que ella, ligeramente inclinada hacia el frente, pretende hacernos creer que mira desde lo alto a los transeúntes de la calle que debe haber al pie del castillo, sin mostrar ningún sentimiento ni pasión. Él, de pie, detrás de ella, parece estar estimulándose «como quien no quiere la cosa» para la indispensable erección —algo en lo que invierte al menos los primeros treinta segundos—, tras lo cual inicia un mecánico y cadencioso ir y venir que culmina precisamente en un «venir», unos cuarenta segundos después.
Sin embargo, no hay amor reflejado en sus rostros, ni siquiera placer. Nada los distingue de la apariencia cerril de los «amantes» caninos apareándose en medio de la plaza pública. Sencillamente es una estampa impúdica de regresión a lo primitivo, al instinto descarnado sin amañar, a la rienda suelta de una fantasía no domesticada. No, no hacían el amor, sencillamente copulaban. En fin, como los perros, con la única diferencia de que pueden desacoplarse sin problemas.



miércoles, 31 de agosto de 2011

Que viva Pablo Milanés

La nota de Prensa Asociada dice: «El cantautor Pablo Milanés manifestó que se siente “avergonzado” e “indignado” por el maltrato a las Damas de Blanco en Cuba, y aseguró que no tiene “ningún compromiso a muerte” con los hermanos Castro». También cita —de la carta abierta de Pablo, que publicó el New Herald de Miami, en ocasión de su visita para el concierto del pasado 27 de agosto— lo siguiente: «Cuando veo que unas señoras vestidas de blanco protestan en la calle y son maltratadas por hombres y mujeres, no puedo por menos que avergonzarme e indignarme, y de algún modo, aunque no estemos de acuerdo absolutamente, solidarizarme con ellas en su dolor».
Ya la escritora disidente cubana Yoani Sánchez había descrito en su blog Generación Y al Pablo que haría después estas declaraciones:
El próximo 27 de agosto, Pablo Milanés tiene programado un concierto en la ciudad de Miami. Evento que ha avivado la irritación entre quienes lo consideran un “juglar del castrismo”. Pero ni los más encendidos críticos deben olvidar que su propia vida ha sido –como la de tantos cubanos– una secuencia de golpes propinados por la intolerancia: la reclusión en la UMAP, las incomprensiones en los inicios de la Nueva Trova y el cierre de la fundación que llevaba su nombre. Deben reconocer también que Pablo Milanés tuvo la valentía de negarse a firmar aquella carta donde innumerables intelectuales y artistas apoyaron las medidas represivas tomadas por el gobierno de la Isla en 2003, entre ellas el fusilamiento de tres jóvenes que habían secuestrado una embarcación para emigrar.
Pablo, el gordo Pablo, que en los ochenta se escuchaba en cualquier punto del dial donde sintonizáramos el radio, evolucionó como lo hicimos muchos de nosotros. Sus discrepancias se han hecho oír desde hace varios años y su rostro ya no está presente en esos actos —profundamente politizados— con que las autoridades intentan demostrar que “los artistas están al lado de la Revolución”.
Me pregunto si mi prima lejana, esa que vive aún fascinada con el régimen de los Castro —la que está «quedá» en los sesenta y setenta, la que no se afeita los sobacos ni usa desodorante intelectual— dirá que tanto Pablo Milanés como Yoani Sánchez son agentes de la CIA, por rebelarse contra la represión del derecho a la libertad de expresión y a la discrepancia de ideas. Pero, hace tiempo que no hablamos del tema. Yo seguiré con la matraca de que no debemos tolerar y, por el contrario, que debemos combatir desde nuestras respectivas trincheras la represión, sea esta de derecha o de izquierda. La dignidad del ser humano es un derecho natural irrenunciable, aunque se nos tilde de instrumentos de la CIA. ¡Qué viva Pablo Milanés!

martes, 30 de agosto de 2011

Una estatua herida


Acabo de leer que alguien vandalizó la semana pasada la estatua de nuestra querida escritora Mayra Santos Febres que ubica en la «encendida plazoleta antillana» del Centro de Bellas Artes en Santurce. La Policía no tiene sospechosos «gongo y maraca». Y eso es porque no leen a Mayra «de la Quimbamba». Si lo hicieran, encontrarían más de uno «melao, melaza». No es la primera vez que un personaje decide ajustar cuentas con su autor, y el hecho de que la estatua presentara «cortaduras en el área de la cintura» debe servirle a la Policía para orientar su pesquisa.
Si yo fuera el detective, comenzaría interrogando a algunos de los clientes de Nuestra señora de la noche, pues de seguro encontraría a algún envidioso de sus «meneos cachondos que el gongo cuaja». Y tendría que investigar el material de la estatua para asegurarme de que los tajos no fueron Sobre piel y papel, ni que Mayra fue confundida con Sirena Selena [la que va] vestida de pena. Sería incisivo al interrogar a los sospechosos varones, pues, no habiéndose especificado el día de la semana en que se vandalizó la estatua, pudo haber sido miércoles. Pudiera encontrarse una buena pista en Cualquier miércoles soy tuya. Hay hombres que son así, se confunden ante la más leve insinuación del «caderamen masa con masa», y terminan atolondrados por el despecho «suda que sangra».
Sin embargo, pensándolo bien, mi sospechoso es un amigo que hace unos días terminó de leer el último libro de Mayra, Tratado de medicina natural para hombres melancólicos. Lo que me dijo acerca del libro, se lo diría a Mayra únicamente, y siempre que sea al oído.

martes, 9 de agosto de 2011

La caída de Dow Jones


Mientras los políticos y economistas ayer estaban en ascuas por lo de la caída del Dow Jones y la degradación del crédito de Estados Unidos por parte de Standard & Poor’s, la única preocupación de mi madre era qué hacer de mestura hoy para el almuerzo. Le pregunté si no estaba preocupada por lo del Dow Jones, pero me contestó que nada, que la salud de Dow Jones la tiene sin cuidado, pues este señor no queda familia nuestra y, aunque es de caridad cristiana condolerse de las dolamas de los demás, este Jones es «americano» y los americanos saben siempre qué hacer.
Me tiré al patio y llamé a doña Crucita, la vecina, a ver su estado de ánimo sobre lo del Dow Jones, y lo mismo. Me confirmó que ella no se mete en los revoluces de los regatoneros. Entonces me fui a la farmacia de la esquina y me fue peor. Allí una señora de mi edad más o menos me dijo que qué buena noticia esa de que él simplemente se hubiera caído, porque ella a Dow Jones lo daba por muerto pues hacía años que no lo escuchaba cantar.
Entonces ¿para qué agriarme la vida?

jueves, 4 de agosto de 2011

El cuento del lobo (Cuento)

Ayer mi nietecita vino a quedarse a casa y, a la hora de dormir, me pidió que le leyera un cuento. «En esta casa no hay libros de cuentos», tuve que admitir. Pero ella es muy lista y me ripostó: «Pues, invéntate uno». Así que no me quedó más remedio que complacerla. Luego de un gran esfuerzo para exprimirle a mi imaginación elementos bucólicos con moralejas posibles, me di a la tarea.
«Había una vez un niño pastor que se llamaba David y tenía a su cargo un pequeño rebaño que llevaba diariamente al prado. (Es verdad que en Puerto Rico no hay ovejas ni pastores, sino perros realengos y muchos títeres, pero ella no debería tener problemas con imaginárselos). Un día, en ánimo de no aburrirse, David salió corriendo al pueblo mientras gritaba: «¡El lobo, el lobo, viene el lobo!». Y todos los vecinos salieron armados de palos y tridentes a enfrentar al lobo, pero descubrieron que era mentira y que el pastorcito se reía de ellos a más no poder. Otro día, volvió David a gritar: «¡El lobo, el lobo, viene el lobo!», y otra vez volvieron los vecinos a ser objeto del mismo engaño. A la semana siguiente, repitió David su farsa con tan mala suerte que, esta vez, los vecinos del pueblo no le hicieron caso y el lobo… tampoco apareció. Y David vivió aburrido para siempre».
Al llegar a este punto, ya mi nieta se había dormido. 
¡A ver si me tengo que inventar otro cuento mañana!

domingo, 31 de julio de 2011

La contestación a la carta (Cuento)


[Cuento]  
A José Luis González

La madre enferma nunca supo de la carta que su hijo le envió para contarle de su historia de éxito en la capital. Aquella carta que comenzaba con «Qerida bieja», que relataba cómo en seguida que llegó se consiguió un trabajo de ocho dólares semanales, salario que le supondría vivir mejor que el administrador de la central, y que le permitiría «mandale» la ropa que le había prometido, pero que no le enviaba en ese momento porque quería buscarla «en una de las tiendas mejores», que contenía la despedida de «Su ijo que la qiere y le pide la bendision, Juan». La misma carta que para él poder despacharla tuvo que apostarse a la entrada del correo y fingir que era manco, hasta que pudo reunir los cuatro centavos del sobre y el franqueo. Cuando la carta llegó a su destino, la hermana de Juan, que vivía con la «qerida bieja» analfabeta, al ver el nombre del remitente, la interceptó y se ocultó para leerla.
Esa misma noche, esperó que su madre se quedara dormida y la contestó:

«Yauco, P.R.
14 de malzo de 1947
No mui qerido Juan:

La beldá es que ai que tenel güevos para atrebelte a escribile a mai esa ensalta de embustes, como si no te conosieranos. Y pol si no lo sabes, yo misma me e encalgado de disile a tu hija como eres rrealmente.

Con 12 años ya cumplidos, no podíanos ocultale a ella pol más tiempo la beldá, pues si no se la disía yo, se la ubieran dicho en la calle. Ese fué un dia terrible, tenele que disil a tu hija que matastes a puñalás a su mai, mientras ella la tenía en sus brasos. No fue fasil. Aprobeché para contale de las pelas que le dabas a su mai y del abolto que le causates, de lo que tubo que incubrilte con la esplicasion a la policía de que se había cáido por la escalera de la cosina, cuando to el barrio sabe lo que en beldá pasó.
Y ni se te ocurra volvel a Yauco porque la policía todabía te está buscando como aguja. Aqí vienen de ves en cuando a preguntal pol ti, qe si sabemos aonde tu estas, qe si nos escribes. Pero ya me jarté de tapalte. En mi otra carta te dije que no le escribieras más a mai, que ya le abianos dicho que a ti te abían matao en un asalto por ayá. Ella no merese sufrir mas por ti. Pero veo que no siges consejos. Mañana mesmo boi al cualtel de la policía y le entrego tu carta al rretén, pa que no jodas mas. 
Tu helmana que te quiere bien… lejos,
Domitila (Tila)
P.D. Pelmita Dios que termines mendigando en las calles de San Juan.»


domingo, 24 de julio de 2011

El mutismo del general

La prensa lleva tantas semanas como cuantas lleva el general Emilio Díaz Colón en el cargo de superintendente de la Policía, preguntándose por qué este permanece callado con respecto a los crímenes que más conmocionan al país y, además, ausente de las operaciones policíacas de madrugada en las que el superintendente anterior nos tenía acostumbrados a verlo participar. Él se ha defendido como ha podido con argumentos que considera irrefutables, como, por ejemplo, que su trabajo es más bien de escritorio y que, para hacer el trabajo «sucio», el Cuerpo de la Policía tiene oficiales muy bien adiestrados. Sus argumentos me hicieron recordar a los del entonces (1989) superintendente, Ismael Betancourt Lebrón, quien, a un reclamo similar, respondió que él no iba a cambiar su chaqueta de abogado por el chaleco azul marino con la palabra «SUPERINTENDENTE» en la espalda.
Y es que su predecesor, el abogado, exfiscal y, hoy día, juez de apelaciones, Carlos López Feliciano, nos acostumbró a ver al superintendente de la Policía fuera de su oficina, visitando por sorpresa los cuarteles de la isla en la madrugada, y participando al lado de sus oficiales en las grandes operaciones policíacas para darle apoyo moral a sus hombres y asegurarse de que se hiciera el trabajo con rigor, pero con pulcritud y observancia de los derechos de todas las partes. Fue quizás por eso que aquel exgobernador que le nombraban «El caballo» —no tanto porque fuera bruto, sino más por sus resoplidos al hablar— le pusiera el mote de «Rambito», en evidente alusión a la bravura del personaje «Rambo», veterano de Vietnam, que protagonizaba Sylvester Stallone.
Hoy, sin embargo, he descubierto la verdadera razón del mutismo y la ausencia del superintendente Emilio Díaz Colón de las operaciones policíacas en la calle. Yo había olvidado que él es ingeniero y que, por consiguiente, su formación no es en las leyes ni en la conducta humana. Lo acabo de ver en el noticiario de las cinco, inmiscuido en y dando explicaciones de distancias y polvos fugitivos con respecto a la implosión que destruirá con quintales de dinamita los edificios conocidos por Las Gladiolas en Hato Rey. Ubicado en la calle, con los edificios de fondo, lucía frente a las cámaras como todo un ingeniero de construcción —en este caso de destrucción—, dando los pormenores del evento explosivo (¿implosivo?) que habrá de ocurrir mañana. Hablaba de la escenografía de la masacre con dinamita, de cómo los cuerpos de acero y hormigón caerán abatidos por los dinamiteros, y lo que deberá hacer la gente para proteger su integridad corporal y su vida. Hablaba con una leve sonrisa, con la misma que ponen los peces que vuelven al agua luego de estar a punto de asfixiarse en el exterior.
Así que, si queremos ver más a menudo al superintendente Díaz Colón hablando y gesticulando como todo un general, más vale que nos inventemos otras implosiones como la de mañana. A ver si a alguien se le ocurre sugerir con cuál podría seguirse.

miércoles, 29 de junio de 2011

Llueve y no escampa (Microrrelato)

[Microrrelato]

Entonces una voz, como del Cielo, le hizo saber que las cosas no podían seguir como iban, por lo que el hombre debía construir un arca antes de que comenzara la lluvia. Y, siguiendo sus instrucciones, el hombre construyó un arca con las dimensiones mandadas, a la que subieron parejas de todas las especies; macho y hembra subieron. Comenzando a llover, el hombre le pidió a sus tres hijos que subieran junto a sus mujeres, pero estos se negaron diciendo que subirían acompañados únicamente de sus novios. El hombre, muy comprensivo, los dejó subir a bordo con ellos, sin las mujeres, y levó anclas. Pero antes de que se cumplieran cuarenta días de lluvia, la mujer del hombre se le acercó a decirle que a ella le había llegado la menopausia.

© 2011 Hiram Sánchez Martínez

martes, 28 de junio de 2011

De solo golpear el suelo

Esta mañana escuché a Inés Quiles decir, en su programa de radio, que ella creía en el sistema político del partido único de Cuba —se refiere al Partido Comunista Cubano— que ha producido una sociedad muy progresista. Al punto de que Cuba exporta médicos a otros países y en donde, de solo golpear el suelo, salen artistas por montones. Bueno, lo que pasa es que para la situación social, política y económica de Cuba hay dos versiones: la versión oficial, que está a la venta desde los estrados ejecutivos, legislativos, judiciales y militares, y la versión de la calle, que es la que vive a diario la gente común y corriente que no posee cargos y empleos gubernamentales. Inés Quiles se ha decantado, evidentemente, por la oficial.
Esos médicos «exportados» a Venezuela, por decir un país, van por dos años «de misiones» como si fueran mormones, católicos o evangélicos. Por esa misión, les pagan doscientos pesos cubanos «convertibles», no a ellos, sino a una cuenta bancaria en Cuba que no podrán tocar mientras dure la misión, y tan solo si regresan a la isla. Y, claro, si la misión se extiende por seis meses, el papel de consentimiento «voluntario» vendrá completado en todas sus partes listo para la firma. El médico cubano que en el ejercicio de su derecho natural de emigrar a otro país —reconocido, además, por la Declaración Universal de los Derechos del Ser Humano— decida quedarse en un tercer país que lo acoja, será castigado por el gobierno cubano con la separación de sus hijos, esposa y parientes, pues no le permitirán reunirse en el exilio. Peor, serán marcados por el desprecio que se les tiene a los «contrarrevolucionarios», a los «gusanos» de «Mayami», a pesar de que su única falta es estar emparentados con una persona que quiso mejorar sus condiciones de vida. Lo mismo que hacen todos los días los médicos puertorriqueños que se van a vivir y trabajar a Estados Unidos.
Porque ¿sabe qué, doña Inés? Si usted o yo decidimos ahora mismo comprar un pasaje e irnos a vivir a un país que nos acoja, ni el presidente de Estados Unidos ni el gobernador de Puerto Rico nos lo pueden impedir. Y podríamos regresar cuando nos diera la gana. Este derecho, querida profesora, no lo puede ejercer ningún ciudadano cubano sin antes pasar por el escrutinio discriminatorio del aparato ideológico del Estado, de si se está «de buenas» con el régimen o no. Hay una excepción, usted dirá, y es que los puertorriqueños no podemos viajar libremente a Cuba. En eso tendría razón, pues las leyes del Congreso de EE.UU. que se nos imponen, no nos lo permiten. Y yo, que quisiera visitar Cuba porque sí, me siento particularmente oprimido por esa ley norteamericana que coarta mi derecho de viajar a ese lugar que, junto al ala de Puerto Rico, es de un pájaro «la otra ala». Y porque padezco tal opresión en un rincón de mi atesorada libertad personal, es que entiendo perfectamente cómo se sienten los cubanos de Cuba que, distinto a usted, no creen en el partido único, los que no pueden expresar su opinión discrepante ni ejercer su derecho de viajar libremente, los que no pueden formar otros partidos que reten las visiones anacrónicas de una ideología fracasada.
El derecho al respeto de la dignidad del ser humano, que le sirve de referente a todos los demás derechos, incluyendo el de expresar libremente lo que se piensa, no debe entregársele a ningún régimen político, ni siquiera a cambio de todos los artistas del mundo que salgan de solo golpear el suelo.

sábado, 25 de junio de 2011

Adiós a Falk

Ayer murió Peter Falk, el actor que le dio una vida creíble, veraz, al detective Columbo, en la serie del mismo nombre que se transmitía cada tres semanas por televisión en la década del 70. Me gustaba la caracterización que hacía del personaje porque, una vez creía tener a «su» sospechoso, lo acosaba con preguntas y visitas hasta que lo desconcertaba. Su «marca de fábrica» eran su ojo derecho de vidrio, la vieja gabardina estrujada que nunca se quitaba aunque hiciera calor, y el destartalado Peugeot que lo acercaba a la escena del crimen en medio de una gran humareda y contraexplosiones del motor. Columbo tenía un estilo apendejado y famoso de preguntar —como el que no quiere la cosa—, y cuando se marchaba y todos creíamos que había terminado el interrogatorio del testigo o de «su» sospechoso, se volvía en el umbral de la puerta y le decía: «Una última pregunta», seguida de la que era, más que una última pregunta de insinuación, una verdadera acusación para descomponer el ánimo del testigo y provocar una subsiguiente conducta errática de su parte.
A la gente le puede gustar —como a mí— Law and Order o CSI, cuyos detectives tienen a su disposición los avances más espectaculares de la ciencia y la tecnología para esclarecer los crímenes; pero Columbo no. Y quizás por esto, porque Columbo tenía disponible solo su ingenio y la capacidad de hacer deducciones magistrales, es que me gustaba tanto su serie. De hecho, más que la del Cisco Kid y Bonanza. ¡Adiós, Peter Falk!

sábado, 18 de junio de 2011

El corazón partío

La foto es la de un niño risueño de siete años que acudió a ver el juego de la serie final de la NBA en el cual el equipo Mavericks de Dallas ganó el título de campeón ante los Heat de Miami. El calce dice: «El jovencito boricua causó sensación en Miami». ¿Y por qué? La nota de prensa relata que el niño, atrapado en su lealtad a dos de los jugadores de los equipos enfrentados, Dirk Nowitzki —de Dallas— y LeBron James —de Miami—, resolvió el dilema cortando por la mitad dos camisetas —una de cada equipo— y luego cosiendo las mitades opuestas para formar una sola camiseta. De este modo, si se le veía de frente, en el híbrido blanco (de los Heat) y azul (de los Mavs) podía leerse: «HELAS» —de [HE]at y Dal[LAS]— y los números 4 (de Nowitzki) y 6 (de James). En la espalda: «NOWes», de [NOW]itzki y Jam[ES].
Debo suponer que la costura de esta camiseta híbrida debió tener el visto bueno del padre y de la madre del niño, quienes, presumo, deben padecer del mismo síndrome que el de la inmensa mayoría de los puertorriqueños: el síndrome del corazón partío. Este es el de las dos ciudadanías, los dos idiomas, las dos banderas, los dos himnos y las dos tantas cosas que por más de 100 años no nos han permitido ser plenamente lo que realmente somos: puertorriqueños, hispanohablantes, sandungueros, es decir, miembros de una nación única e irrepetible, la de un solo corazón que late a un solo ritmo, no a dos.
La mayoría de los puertorriqueños, afectada como está por el síndrome del corazón partío, no podrá, sin embargo, resolver su problema existencial con una tijera y aguja con hilo. No tendremos la opción que tuvo el niño. No suscitaremos la simpatía por nuestro vestido curioso, no seremos admirados al mostrarle al mundo la «innovación» de nuestra doble vida, la que pretende estar al mismo tiempo con Dios y con El Diablo. Aunque parezcamos un pueblo en plena puericia.

lunes, 13 de junio de 2011

Libertad, no simpatías

La primera vez que puse atención a su nombre fue un día de vientos templados en que se subió a la corona de la Estatua de la Libertad en Nueva York y desplegó una bandera de Puerto Rico para denunciar la presencia de la marina de guerra de Estados Unidos en Vieques. Para esa época, el nombre de Tito Kayak no significaba mucho para mí, como tampoco, probablemente, para la inmensa mayoría de los puertorriqueños. Sin embargo, a partir de entonces sus hazañas —llevadas a cabo con la misma intrepidez que las del Hombre Araña— se hicieron notorias, y pronto abarcaron otros lugares incómodos del mundo: Escocia, la sede de Naciones Unidas e Israel, por ejemplo. Y es que Alberto de Jesús Mercado —su nombre de pila— ha dedicado los últimos años de su vida a denunciar con valor indomable los actos de injusticia social. Esto es lo que, al fin y al cabo, lo lleva a su peculiar forma de expresión de subirse a las estructuras más elevadas para desplegar desde allí sus mensajes de protesta.
Pues, esta madrugada, cuando el tráfico de las horas tempranas de la capital comenzaba a espesarse rápidamente en la Baldorioty de Castro, Tito Kayak volvió por sus fueros y se subió enmascarado a un poste del alumbrado público a denunciar, ante la visita de mañana del Presidente de Estados Unidos a Puerto Rico, lo que ciertamente constituye una grave injusticia: la reclusión por más de treinta años del patriota puertorriqueño Oscar López Rivera, en una cárcel del gobierno de Estados Unidos. Desde lo alto, desdobló una bandera en la que podía leerse: «30 years is too much, free Oscar López» [«30 años es demasiado, liberen a Oscar López»].
Tres horas después, al bajarse del poste, el gobierno lo arresta, arría la bandera-denuncia y anuncia que lo acusará del delito de obstruir la justicia. De seguro, será absuelto porque lo que hizo Tito Kayak es un ejercicio legítimo del derecho a la libre expresión que garantiza la Constitución de Puerto Rico y que reconoce la Declaración Universal de los Derechos del Ser Humano. Lo dicho por la Policía —que Tito Kayak trató de impedir «su rescate» tirando patadas al aire— no es más que un pretexto para censurar el contenido del mensaje y desalentar el ejercicio de su derecho.
Eso sí, las fuerzas represivas del Estado habrán logrado su cometido inmediato de impedir que el presidente Obama le dé un vistazo a la bandera-denuncia, pero no que el mundo sepa que en Puerto Rico quedan hombres y mujeres que no se colocan boca abajo ante el decayente imperio que ha usurpado nuestra soberanía. Ni siquiera aunque ese imperio esté representado mañana en nuestro suelo por el presidente más simpático que ha habido desde la presidencia de John F. Kennedy. ¡Queremos libertad, no simpatías!

martes, 31 de mayo de 2011

Los unos a los otros

Como siempre terminamos haciendo lo contrario a lo que debemos, entonces ¿no sería preferible «odiaos los unos a los  otros»?

domingo, 29 de mayo de 2011

In fraganti


[Cuento]

No lo aprendió en casa; tuvo que haber sido en la calle. De buenas a primeras, mi hija se había convertido en ecologista y defensora de los animales. De hecho, tenía a Karla Capalli como a una especie de directora espiritual, y era de las que se encadenaba semidesnuda, junto a ella, frente a los circos que llegaban a la ciudad, para protestar contra el maltrato de los animales. Pero, nunca pensé que esa afición por la fauna la llevara a denunciarme, y de qué manera. Es verdad que ella me había apercibido de que lo haría si yo insistía, pero también es cierto que no la creía capaz de hacerlo. Hasta que, esa mañana, lo hizo. Los vigilantes de Recursos Naturales irrumpieron en mi casa, luego de tumbar la puerta, y me sorprendieron in fraganti. No me dio tiempo de deshacerme de los cuerpos del delito ni del arma empleada. Por eso fue que me pillaron de pie, mientras yo me aprestaba, agitando el pote en el aire, para una segunda rociada a sus cuerpos negros que yacían en el suelo boca arriba, sacudiendo aún sus extremidades.    

viernes, 27 de mayo de 2011

Minga Sánchez Bras y Petraca Fullana Hernández

Minga Sánchez Bras y Petraca Fullana Hernández dieron su show ayer. Mandadas por La Fortaleza, anduvieron de agencia en agencia disfrazadas de «hijas de vecina» —o de mujeres de vecindarios pobres— haciéndose pasar por solicitantes de beneficios gubernamentales, para evaluar la calidad y eficiencia en la prestación de los servicios públicos. El tantrum de Papo Christian —porque considera que el que ellas anduvieran mal vestidas, como se quiere hacer ver ahora, es una afrenta a la gente pobre— es entendible, pero sólo si el disfraz de las funcionarias incluían axilas y piernas sin afeitar, sobacos malolientes, trajes raídos y chanclas de goma de meter el dedo. Francamente, no lo sé. Pero si de lo que se trató fue de que por un rato ellas se despojaron de sus atuendos high follety para no ser reconocidas, santo y bueno.
De hecho, es una buena idea hacerlo en todas las agencias, sin avisar, y sobre todo, que lo hagan los jefes mismos de las agencias. Me gustaría ver al Secretario de Justicia o al Juez Presidente disfrazados de familiares de víctimas o de testigos darse la vuelta por la noche en las salas de investigaciones para que vean las cosas que sólo por ellos mismos creerían. Claro, necesitarían un poco de maquillaje porque el colorcito de Somoza es muy chillón y la nariz de Hernández Denton es inconfundible (que es lo que me pasa a mí con mi quijada). Lo difícil será conseguirles un pseudónimo.

martes, 24 de mayo de 2011

El tercer momento

Me gusta esta hora del día porque es la que me representa mejor. A esta hora ya he vivido los primeros dos momentos del acertijo de la Esfinge: el de la mañana y el del mediodía. Y cuando enfoco la vista que aún me queda hacia el horizonte del Mar Caribe perfectamente lineal y rojizo, acosado por el sol que se escabulle más allá de los cocoteros de Boquerón, el alma se me humedece de alegría. Es la única parte de mí que no tiene arrugas, que no se nota asediada por Chronos, la que espera pacientemente lo que le depara el final de cada día.

jueves, 19 de mayo de 2011

Por qué siempre quise una necropsia

[Cuento]

De pequeño solía leer a Poe porque le oía decir a mi padre que era su autor favorito. Sin embargo, pronto descubrí que tal vez me había precipitado, pues aquellas historias de muertos en vida que de día me fascinaban, de noche me atormentaban. Cuando crecí y me casé, le pedí a mi mujer —ellas siempre viven más que los maridos— que cuando yo muriera se asegurara de que me practicaran una autopsia. «Pudiera no estar muerto», traté de explicarle, «sino simplemente en estado catatónico. El bisturí del patólogo forense me despertaría al primer corte de la incisión en “Y”». Ella, sin embargo, no me hizo caso. Adujo que esto no era sino una nueva manía de viejo, de las que me había dado por adoptar últimamente, y se echó a reír. Varias veces más insistí en el tema, pero siempre lo despachó con la misma liviandad.
Si me hubiera hecho caso, no estaría yo ahora en un espacio absolutamente oscuro, absolutamente reducido, absolutamente alejado de la superficie y de todo oído humano, en el que mis extremidades están restringidas —apenas puedo mover un par de centímetros mis dedos— y en el que deben quedarme apenas dos minutos más de oxígeno.

miércoles, 18 de mayo de 2011

A don Berna

A don Berna lo conocí de niño cuando solía comprarle blonnies al salir de la escuela. Colocaba su silla plegadiza detrás del pequeño carro de madera lleno de un surtido de dulces y de canecas de maví. Me llamaba la atención que nunca se quitaba sus enormes gafas oscuras, y que, además, tenía una sonrisa prendida al rostro que jamás se le borraba. Movía su cabeza y torso de lado a lado a un ritmo lento pero constante, sin conocer el cansancio. 
Lo que me sorprendía más era que algunas personas le pagaran con billetes de distinto valor y él, con solo palpar su superficie, supiera perfectamente el cambio que debía darles. En casa, yo le pedía a papi que me prestara billetes de uno y de cinco y, luego, cerrando los ojos, trataba en vano de distinguir el monto de cada uno frotándolos entre las yemas de mis dedos, tal y como lo hacía don Berna. Pero nunca lo logré. Ahora que recuerdo a don Berna, he vuelto a preguntarme: ¿Y cómo lo hacía?

martes, 17 de mayo de 2011

Cronómetro para la pesadilla

Hoy me levanté temprano y, a pesar de ser una mañana lluviosa, me allegué antes de las nueve a la oficina del senador que dijo ayer que su reloj marcaba las horas y el día en forma regresiva. Inicialmente, cuando lo escuché hablar por radio, me pareció inverosímil que alguien quisiera tener un reloj que en vez de mostrar las horas del día, mostrara el número de días y horas que quedan desde ahora hasta el 6 de noviembre de 2012, el día de las elecciones generales. «¡Uf, la política otra vez!», pensé. Pero, nada, fue un pensamiento fugaz.
De inmediato lo entendí todo: de noche, cuando el insomnio se acurruca a mi lado para sacudirme con sus extremidades trepidantes, trato de defenderme con el conteo progresivo del 1 al 100, luego del 1 al 200, y así sucesivamente, hasta que pierdo la cuenta porque me quedo dormido. Entonces, es cuestión de soñar lo que se pueda porque, otra vez, vendrá la hora de levantarme para descargar la vejiga y, nuevamente, me enfrascaré en ese ejercicio consuetudinario del conteo progresivo para paliar el insomnio.
Pues, ¿por qué no? ¿Por qué no hacernos de un instrumento como el del senador para paliar esta pesadilla? Por eso he acudido hoy a su oficina, para que me diga dónde consigo un cronómetro igual.

domingo, 15 de mayo de 2011

De piña no me gustan (Cuento)

[Cuento]

Como si no fuera suficiente que mi mujer llevara tres días insistiendo en que le comprara un gato, se aparecen a la puerta dos niñas Escuchas. No traen las usuales cajitas de galletitas de piña o de coco, sino un gatito de Angora con ojos de distinto color y un pelambre abultado y lustroso. Les pregunto qué quieren, aunque me lo imagino y acierto:
—No me gustan los gatos —les respondo, y vuelvo inmediatamente la cabeza para asegurarme de que mi mujer nada escucha.
Ellas sospechan de mi zozobra y adoptan la actitud del ave carroñera ante su presa moribunda. Una de las niñas comienza a elevar el volumen de su voz con el propósito evidente de que mi mujer se entere de la propuesta de venta que me hacen. La otra contorsiona su cuerpecito hacia un lado para adentrar su mirada por el pequeño espacio que he dejado bajo el quicio de la puerta; sé que ansía la aparición de mi mujer que, de seguro, habrá de antojarse del dichoso gato.
No veo más remedio que preguntarle cuánto vale, al mismo tiempo que agito mis manos suavemente en señal de que bajen la voz. Ellas lo cogen al vuelo y con destreza de comerciante viejo afirman:
—Noventa dólares.
—¿Quéeee? ¿Tanto?
La más lista me aclara:
—Cincuenta dólares por bajar la voz, más cuarenta que vale el gatito.
Me llevo la mano en forma de «Y» a mi quijada, y tras un instante de reflexión les propongo:
—¿Qué tal si sólo les compro su silencio y ustedes retienen el gato?
Ambas se miran, hacen risueñas el gesto universal de aceptación y, tomando el dinero, se despiden. En eso, y mientras las niñas se alejan, mi mujer se me acerca y, al ver mis manos vacías, pregunta:
—¿Y no que le diste dinero?
—Sí, para que mañana me traigan galletas de coco; sabes que las de piña no me gustan.

miércoles, 27 de abril de 2011

27 de abril

Ese día conocí a Estelita (aclaro que distinta a «la de la cara bonita, a la que le gusta pecar»), y me enamoré de ella. Quedamos en que nos veríamos esa misma noche, frente a la biblioteca Lázaro, a las siete y media. Llegué como a las siete y diez, y me aposté a la entrada para asegurarme de que ella no entraría sin que yo la viera. Pero, dieron las siete y media y, luego, las ocho menos cuarto. A las ocho, vino la decepción.
Burlado, entré a la biblioteca, sólo con mi pesadumbre y un libro de lecturas sobre la Rusia bolchevique. Ocupé una mesa redonda de cuatro sillas vacías. Mi agobio por el desplante no permitía concentrarme; leía un párrafo y levantaba la vista, leía otro y repetía la acción. Hasta que noté que en la mesa de enfrente, también redonda y de cuatro sillas, había una pareja que supuse de novios, que ocupaban dos; ambos leían. Ella, una muchacha muy bonita, me quedaba de frente; él, en la silla contigua, de perfil.
Habrían pasado alrededor de veinte minutos cuando me percaté de que los novios, a pesar de estar sentados una junto al otro, no hablaban entre ellos. Y fue entonces cuando me planteé la posibilidad de que no fueran novios. Decidí averiguarlo.
Tomé mi libro, me levanté, caminé hasta su mesa, me dirigí a ella y le hice la pregunta cuya contestación ya conocía:
—¿Está ocupada esta silla? —mientras le señalaba la más cercana a ella.
—No —me respondió, mientras su novio me daba una mirada con algo de indiferencia.
—¿Entonces me puedo sentar?
—Claro —dijo ella.
Durante los próximos quince minutos yo me quedé observándola de reojo y me encantaron más sus facciones. Aunque en el fondo dudaba de que el tipo que ahora me quedaba de frente fuera su novio, debía ser cauteloso; porque hay novios así de lejanos. Sin embargo, decidí que no me iba a pasar lo mismo que con Estelita; no esta vez. Así que me la jugué fría y le pregunté quedamente:
—¿Son ustedes novios?
Al contestarme, puso una expresión un tanto enigmática. 
No es éste el momento de narrar el resto de la historia. Eso ocurrió el 27 de abril de 1971, hace hoy 40 años. Pero, todos los años, en esta misma fecha, me alegro tanto de que Estelita me hubiera dejado plantado esa noche. ¿Verdad, Iris?