miércoles, 23 de septiembre de 2015

Cambiapapá (Fragmento de "Quería ser como Charles")

Nunca supe su verdadero nombre, sino hasta que hace un par de años su sobrino-nieto, compañero de escuela y buen amigo, me lo reveló. Para aquella época, ella era simplemente Cambiapapá. Su lugar de trabajo estaba anclado en los alrededores de la plaza del mercado, cuando cesaba el trajín de los quioscos y la penumbra de la noche se convertía en el mejor aliado para aquella activi­dad ilícita y pecaminosa.
La vi algunas veces, en las pocas ocasiones en que papi me prestaba el carro, y yo, bajando del Almácigo, utilizaba la ruta del cementerio y del hospital para llegar al pueblo. Entraba por la calle 65 de Infantería, frente al tribunal, y luego pasaba por la parte de abajo de la plaza del mercado. Y entonces la veía. Ella a mí también. Ponía cara de seducción, me guiñaba un ojo, y decía algo así como: «Vamos, papito», que era su forma patética de invitar a un coito apresurado y barato sin ningún otro rendimiento ni compromiso.
Yo la ignoraba y continuaba la marcha. No hacía como otros que simplemente le sacaban el dedo del corazón, o le gritaban «¡Yo no “voy” con putas, so cuero!», o como los que se detenían cien pies más adelante a esperarla y cuando ella estaba llegando entre jadeos, con sus pasos rapiditos y cortos sobre sus tacos altos y afilados, arrancaban chillando gomas y la dejaban plantada, solo para escuchar los gritos de ella de «¡Párate ahí, cabrón, hijoeputa, la crica de tu madre!», mientras ellos se alejaban entre carcajadas de burla.
Cambiapapá era como treinta años mayor que nosotros, usaba escotes impúdicos, minifaldas tubo y llevaba su rostro pintorreteado: mucho rímel en las pestañas, el borde de los párpados debidamente delineados de abundante negro co­mo la Cleopatra de la Taylor, mucho colorete y un lunar pintado en el cachete como la Monroe. Siempre andaba con una carterita de mano en la que —se comentaba— guarda­ba los cosméticos para sus retoques y una yen de dos filos para cortarle la cara al cliente que se propasara o rehusara pagarle. Ella, sin embargo, no necesitaba tajear a nadie, pues, sus servicios —según contaban algunos de mis amigos que sí «habían ido» con ella—, eran accesibles: tres o cinco dólares, los días en que su negocio era bueno, o una cajetilla de cigarrillos o tres pesetas los días flojos.
A veces se juntaban varios de mis amigos en un solo carro para «ir» con ella. En ocasiones eran cinco, pues Cambiapapá decía que ella daba, bastaba y sobraba para todos en un rato. Además, si eran cinco, les hacía precio. Teo, que ponía el carro de cuatro puertas de su hermano, conducía hasta un lugar oscuro y apartado en Barinas y, al llegar, siempre pasaba lo mismo: exigía ser el primero en «ir» con ella al asiento de atrás. No valían las protestas de los otros, especialmente las de Lionel a quien todas las veces le correspondía «ir» último, y se quejaba de que a él le tocara siempre «el lapachero ese que ustedes dejan ahí».
Cambiapapá era vista por algunos como una tabla de salvación, particularmente por los hombres incon­formes de mi pueblo. Desempeñaba cierta «función social», una especie de válvula de escape para la presión que generaba el celibato compulsorio de los menos atractivos para el sexo opuesto, o los que, como los jóvenes experimentadores que conocía, no tenían a su alcance esa ventaja de estar casados. De igual modo, sin embar­go, el que un hombre tuviese que acudir a ella era un «desprestigio social», pues significaba que era un fracasado con las mujeres y que estaba en disposición de pagar el precio de una gonorrea por un gustazo de solo cinco minutos.

Fragmento de mi libro inédito Quería ser como Charles, segundo volumen de mis memorias de adolescencia (siendo el primero Cuesta de los Judíos número 8, memorias de mi infancia).

Aclaración innecesaria: Cambiapapá, de vivir aún, tendría más de noventa años. Es un personaje que pertenece a la memoria colectiva de nuestro pueblo de Yauco.

domingo, 13 de septiembre de 2015

Dos breves comentarios críticos sobre «La voz del Señor de los Ejércitos»


Dos comentarios cortos de dos críticos literarios, la Dra. Carmen Dolores Hernández y el escritor José Borges, sobre mi cuento «La voz del Señor de los Ejércitos», publicado en la Revista Trapecio, una revista gratuita online:
Los comentarios aparecieron en la edición dominical de El Nuevo Día de hoy, 13 de septiembre de 2015, en la página 63:

Carmen Dolores Hernández:
El fanatismo religioso ocupa el centro temático de este excelente cuento que desarrolla —en un corto espacio— la manera en que una adicción nociva se sustituye por otra aparentemente inofensiva que no lo es tanto. Buen manejo de la estructura narrativa, de las caracterizaciones y del lenguaje.

José Borges:
El autor puertorriqueño Hiram Sánchez Martínez trabaja el mito bíblico de Abraham dentro de un marco actual. Contrasta de manera efectiva las creencias judeocristianas antiguas con las contemporáneas, y sirve como análisis al fundamentalismo y el fanatismo de nuestros tiempos. Sutilmente narrado con cierto humor negro, mantiene en vilo a los lectores hasta el final.