Le asoman los micrófonos porque parece tener algo importante que decir. Después de todo, la gente sigue atemorizada. Los gatilleros continúan haciendo su trabajo en las vías públicas, de carro a carro, o de carro a peatón, o de mesa a mesa en un food court, o en el despacho de un abogado, o en la sala de espera de una oficina de gobierno. La muerte acecha por doquier. Viene a la mente la escena de El Padrino en la que Michael Corleone se cita a comer en un restaurante del Bronx con el traficante Sollozzo y el capitán McCluskey para hacer las paces, pero súbitamente extrae un revólver y los mata a plena vista de los comensales, quienes, llenos de pavor, lo observan abandonar como si tal cosa el establecimiento.
Y, como si tal cosa, Emilio Díaz Colón se presenta orondo ante la prensa para anunciar la creación de veintitrés puestos de detective, trayendo consigo igual número de placas doradas, similares a las que usan Benson y Stabler en Law and Order: Special Victims Unit, o Deborah Morgan y Ángel Batista en Dexter. Se ven bonitas, es la verdad. «Cuando yo era nene en Yabucoa —dice el Superintendente— la juventud le tenía mucho respeto a los detectives». No sé lo que habrá querido decir; pero sé lo que habrá de producir: nada. De hecho, él mismo no puede articular una contestación inteligente a la pregunta del periodista: «¿Cómo resuelve esto la lucha contra el crimen?». Me lo imagino buscando con mirada nerviosa en el techo del salón la respuesta que no trajo. Lo único que se le ocurre decir es que el ciudadano, al ver la placa dorada de los nuevos detectives, «va a tener un poco de más confianza» y colaborará más con los agentes del orden público. Al leer esto no puedo siquiera sorprenderme ante este derroche de simplicidad y estulticia.
Decido entonces darle el beneficio de la duda. Es lo que mi mamá, muy beata ella, me ha inculcado desde pequeño: «No seas mal pensado, mijo, dale una oportunidad a las personas para que hagan lo que tienen que hacer. Las personas son buenas». Y por eso, comienzo a imaginar que, quizás, se trata de un mecanismo extraído del cajón de los milagros en el que habita el nuevo plan anticrimen del Súper. La escena me parece clara. Alguien que vio o escuchó la ráfaga de metralleta y salió ileso llama al 911. No es necesario que afirme que el que está tirado en el piso, inmóvil, está muerto; generalmente lo está. Los azules llegan primero. Sacan los rollos de cinta amarilla con las letras negras que dicen: «Escena del crimen — No pase», y las colocan alrededor del cadáver y del reguero de casquillos de bala que ha quedado en el lugar. Después viene la guagua del Instituto de Ciencias Forenses y sus técnicos comienzan a colocar los cartelitos amarillos plásticos con números (son muchos, demasiados) al lado de los casquillos. Y, cuando se aprestan a examinar el cuerpo, tomar muestras de sangre, fotos y las medidas de distancia entre los objetos de las pruebas, aparece con todo y sirena un carro no rotulado del que desciende una persona vestida de civil. Extrae su placa dorada y la muestra en todas direcciones. Los de azul levantan la cinta amarilla para que ella pase sin que tenga que doblarse. Le da una mirada a la escena y, todavía placa en mano, comienza a hacerle preguntas a los que están allí aglomerados. La placa sigue brillando y, al influjo de su brillo, los testigos comienzan a contestar sus preguntas sin parar.