Nunca
supe su verdadero nombre, sino hasta que hace un par de años su sobrino-nieto,
compañero de escuela y buen amigo, me lo reveló. Para aquella época, ella era
simplemente Cambiapapá. Su lugar de trabajo estaba anclado en los alrededores
de la plaza del mercado, cuando cesaba el trajín de los quioscos y la penumbra
de la noche se convertía en el mejor aliado para aquella actividad ilícita y
pecaminosa.
La
vi algunas veces, en las pocas ocasiones en que papi me prestaba el carro, y yo,
bajando del Almácigo, utilizaba la ruta del cementerio y del hospital para
llegar al pueblo. Entraba por la calle 65 de Infantería, frente al tribunal, y
luego pasaba por la parte de abajo de la plaza del mercado. Y entonces la veía.
Ella a mí también. Ponía cara de seducción, me guiñaba un ojo, y decía algo así
como: «Vamos, papito», que era su forma patética de invitar a un coito
apresurado y barato sin ningún otro rendimiento ni compromiso.
Yo
la ignoraba y continuaba la marcha. No hacía como otros que simplemente le
sacaban el dedo del corazón, o le gritaban «¡Yo no “voy” con putas, so cuero!»,
o como los que se detenían cien pies más adelante a esperarla y cuando ella
estaba llegando entre jadeos, con sus pasos rapiditos y cortos sobre sus tacos
altos y afilados, arrancaban chillando gomas y la dejaban plantada, solo para
escuchar los gritos de ella de «¡Párate ahí, cabrón, hijoeputa, la crica de tu
madre!», mientras ellos se alejaban entre carcajadas de burla.
Cambiapapá
era como treinta años mayor que nosotros, usaba escotes impúdicos, minifaldas
tubo y llevaba su rostro pintorreteado: mucho rímel en las pestañas, el borde
de los párpados debidamente delineados de abundante negro como la Cleopatra de
la Taylor, mucho colorete y un lunar pintado en el cachete como la Monroe.
Siempre andaba con una carterita de mano en la que —se comentaba— guardaba los
cosméticos para sus retoques y una yen de dos filos para cortarle la cara al
cliente que se propasara o rehusara pagarle. Ella, sin embargo, no necesitaba
tajear a nadie, pues, sus servicios —según contaban algunos de mis amigos que
sí «habían ido» con ella—, eran accesibles: tres o cinco dólares, los días en
que su negocio era bueno, o una cajetilla de cigarrillos o tres pesetas los
días flojos.
A
veces se juntaban varios de mis amigos en un solo carro para «ir» con ella. En
ocasiones eran cinco, pues Cambiapapá decía que ella daba, bastaba y sobraba
para todos en un rato. Además, si eran cinco, les hacía precio. Teo, que ponía
el carro de cuatro puertas de su hermano, conducía hasta un lugar oscuro y
apartado en Barinas y, al llegar, siempre pasaba lo mismo: exigía ser el
primero en «ir» con ella al asiento de atrás. No valían las protestas de los
otros, especialmente las de Lionel a quien todas las veces le correspondía «ir»
último, y se quejaba de que a él le tocara siempre «el lapachero ese que
ustedes dejan ahí».
Cambiapapá era vista por
algunos como una tabla de salvación, particularmente por los hombres
inconformes de mi pueblo. Desempeñaba cierta «función social», una especie de
válvula de escape para la presión que generaba el celibato compulsorio de los
menos atractivos para el sexo opuesto, o los que, como los jóvenes
experimentadores que conocía, no tenían a su alcance esa ventaja de estar casados.
De igual modo, sin embargo, el que un hombre tuviese que acudir a ella era un
«desprestigio social», pues significaba que era un fracasado con las mujeres y
que estaba en disposición de pagar el precio de una gonorrea por un gustazo de
solo cinco minutos.
Fragmento de mi libro inédito Quería ser como Charles,
segundo volumen de mis memorias de adolescencia (siendo el primero Cuesta de
los Judíos número 8, memorias de mi infancia).
Aclaración innecesaria: Cambiapapá, de vivir aún, tendría
más de noventa años. Es un personaje que pertenece a la memoria colectiva de
nuestro pueblo de Yauco.