Columna publicada hoy en El Nuevo Día
No sé a cuántos lectores y compradores
compulsivos de libros les ha pasado. Muchas veces mi mujer me acompaña a alguna
librería, y advirtiendo en mí la misma mirada que ponen los niños en una
juguetería, me dice con respecto al libro que sostengo en mis manos: «¿Por qué
vas a comprarlo si en casa tienes muchos que no has leído?». Es mejor lectora
que yo, pero tiene muy buen sentido práctico, que yo siempre trato de refutar:
«Tengo que asegurarlo ahora, no sea que cuando venga a buscarlo para leerlo, ya
no esté». Preferiría decirle la verdad: que los libros son esos artículos que
pueden comprarse por distintas razones y sin ellas. Hay quien los compra para
leerlos inmediatamente y otros para no leerlos ni entonces ni después.
En esto me sentí confortado por Roberto
Bolaño. En un documental que ya he visto un par de veces, el fenecido autor de 2666, quien iba cada tres días a una
librería cerca de su casa en Blanes, Barcelona, declaraba que él tenía libros
que no había leído y que sabía que nunca leería. Los tenía de compañía, así de
simple, más bien para verlos, tocarlos y hojear sus páginas. Ese día descubrí
que yo no estaba solo en esa atolondrada afición de comprar un libro que no
leería de momento o que sabía que ni los años por vivir me darían para leerlo.
Y es que los libros ejercen esa magia. Son ese
enhebrado hilo que cose en el alma de los lectores esas estridentes obsesiones.
Que en mi caso no son pocas. A veces recurro a infinidad de acrobacias para
conseguir determinado libro. Me pasó con Un
hombre acabado, de Papini, uno de mis favoritos de juventud, el que tuve la
torpeza de prestar a un amigo querido, quien, como manda la Ley del prestalibros, no me lo devolvió;
peor aún, negó que se lo hubiera prestado. Decidí reponerlo. Ninguna librería
donde lo busqué lo tenía, salvo un vendedor por Internet, pero cuando intenté
comprarlo resultó que no hacía envíos a la Isla. La historia corta es que mi
hija consiguió que una amiga suya de Miami lo comprara y me lo enviara.
Otras veces he pagado cuarenta dólares de
franqueo a un librero de España por un libro de quince euros. Y que no me digan
que ahí están los libros electrónicos, lo sé, y tengo uno de esos lectores
cibernéticos para cuando no me quede más remedio. Pero no es lo mismo.
Solamente la conveniencia del precio y la inmediatez de su adquisición lo
justifica. No da igual tener un retrato de la amada, por más que puedas mirarlo
y admirarlo, que a la amada misma, con su textura y aroma inigualables.
Otras veces, la pregunta de mi mujer se vuelve
recriminación, como cuando, conciliando el estado de cuenta de las tarjetas, advierte
los gastos incurridos. «Este mes hemos tenido muchos gastos en libros». Así, a
bocajarro, dicho en primera persona del plural, como queriendo diluir un poco
la contundencia del señalamiento. «Trata de no comprar ninguno este mes».
Entonces vienen a mi rescate las diversas estrategias que he aprendido de
algunos amigos míos que confrontan problemas similares: «Usa efectivo, no
guardes los recibos, no dejes rastros»; «Déjalos en el baúl del carro, luego,
espera a que ella se duerma o no esté en la casa para meterlos en la
biblioteca»; «Entremézclalos con los que llevan tiempo de comprados, así no los
reconocerá».
De momento, me siento como el hombre que
recibe consejos sobre cómo ser infiel sin que la mujer lo descubra. Como si la
simple acción de querer leer lo último de Abad Faciolince, Nettel, Ovejero o
Santos Febres fuese un acto de traición que deba ser ocultado de ella a toda
costa. Porque colocar el nuevo libro en la tercera tablilla de arriba hacia
abajo, y a la izquierda, es como pedirle a una amante que entre al clóset para
que la esposa no descubra nuestra infidelidad. Pero en esto no termina el
llorar y crujir de dientes.
El otro asunto objeto del pragmatismo
ordinario de ella con los libros se relaciona con los ya leídos: que por qué no
los regalo. Es verdad, la mayoría de esos libros permanecen en los estantes,
muchas veces parqueados en doble fila, sin que tenga planes concretos de
volverlos a leer antes de que me muera. Claro, hay unos que sí (quién podría
morir sin leer más de una vez al Quijote,
Cien años de soledad, o La víspera del hombre). Aquí viene a
cuento lo que dice Sergio Ramírez en su columna «Ventajas del olvido» (El Nuevo Día, 19 de octubre de 2013):
que releer un libro, para él es como leerlo por primera vez. Para mí también.
Es posible que en su caso como en el mío el asunto esté acentuado por los años
que hemos vivido y las lecturas que hemos hecho, pero en el fondo creo que se
trata de otra virtud de la literatura: la capacidad de provocarnos, de
seducirnos, la de siempre suscitar emociones nuevas porque trasciende el tiempo
y sus trastornos, la de lograr nuevos arreglos en la maraña de nuestras
neuronas palidecientes.
Por eso la posibilidad de releer un libro y
experimentar la emoción de «la primera vez», hace que me resista a todo tipo de
sugerencia que implique deshacerme de ellos u ocultarlos de mi mujer. No me da
el corazón para esa traición. Y si no dejar de comprarlos o retener los leídos es sinónimo de falta de juicio, que
alguien traiga la camisa de fuerza.
Edición impresa a la página 72; versión
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