Esta mañana escuché a Inés Quiles decir, en su programa de radio, que ella creía en el sistema político del partido único de Cuba —se refiere al Partido Comunista Cubano— que ha producido una sociedad muy progresista. Al punto de que Cuba exporta médicos a otros países y en donde, de solo golpear el suelo, salen artistas por montones. Bueno, lo que pasa es que para la situación social, política y económica de Cuba hay dos versiones: la versión oficial, que está a la venta desde los estrados ejecutivos, legislativos, judiciales y militares, y la versión de la calle, que es la que vive a diario la gente común y corriente que no posee cargos y empleos gubernamentales. Inés Quiles se ha decantado, evidentemente, por la oficial.
Esos médicos «exportados» a Venezuela, por decir un país, van por dos años «de misiones» como si fueran mormones, católicos o evangélicos. Por esa misión, les pagan doscientos pesos cubanos «convertibles», no a ellos, sino a una cuenta bancaria en Cuba que no podrán tocar mientras dure la misión, y tan solo si regresan a la isla. Y, claro, si la misión se extiende por seis meses, el papel de consentimiento «voluntario» vendrá completado en todas sus partes listo para la firma. El médico cubano que en el ejercicio de su derecho natural de emigrar a otro país —reconocido, además, por la Declaración Universal de los Derechos del Ser Humano— decida quedarse en un tercer país que lo acoja, será castigado por el gobierno cubano con la separación de sus hijos, esposa y parientes, pues no le permitirán reunirse en el exilio. Peor, serán marcados por el desprecio que se les tiene a los «contrarrevolucionarios», a los «gusanos» de «Mayami», a pesar de que su única falta es estar emparentados con una persona que quiso mejorar sus condiciones de vida. Lo mismo que hacen todos los días los médicos puertorriqueños que se van a vivir y trabajar a Estados Unidos.
Porque ¿sabe qué, doña Inés? Si usted o yo decidimos ahora mismo comprar un pasaje e irnos a vivir a un país que nos acoja, ni el presidente de Estados Unidos ni el gobernador de Puerto Rico nos lo pueden impedir. Y podríamos regresar cuando nos diera la gana. Este derecho, querida profesora, no lo puede ejercer ningún ciudadano cubano sin antes pasar por el escrutinio discriminatorio del aparato ideológico del Estado, de si se está «de buenas» con el régimen o no. Hay una excepción, usted dirá, y es que los puertorriqueños no podemos viajar libremente a Cuba. En eso tendría razón, pues las leyes del Congreso de EE.UU. que se nos imponen, no nos lo permiten. Y yo, que quisiera visitar Cuba porque sí, me siento particularmente oprimido por esa ley norteamericana que coarta mi derecho de viajar a ese lugar que, junto al ala de Puerto Rico, es de un pájaro «la otra ala». Y porque padezco tal opresión en un rincón de mi atesorada libertad personal, es que entiendo perfectamente cómo se sienten los cubanos de Cuba que, distinto a usted, no creen en el partido único, los que no pueden expresar su opinión discrepante ni ejercer su derecho de viajar libremente, los que no pueden formar otros partidos que reten las visiones anacrónicas de una ideología fracasada.
El derecho al respeto de la dignidad del ser humano, que le sirve de referente a todos los demás derechos, incluyendo el de expresar libremente lo que se piensa, no debe entregársele a ningún régimen político, ni siquiera a cambio de todos los artistas del mundo que salgan de solo golpear el suelo.