Columna publicada hoy en El Nuevo Día
Aún
recuerdo la cara de estupor que puso un amigo a quien, en medio de una
conversación casual, le dije que había comenzado a leer «Rayuela» tres veces y
había desistido otras tantas. De hecho, aprovechando ese estado de perturbación
que pueden causar ciertas palabras en algunos semejantes, le expresé de seguido
que la ópera me aburría. No creo que él estuviera preparado para escuchar
tantas «blasfemias» juntas contra dos hitos de la cultura, pues simplemente se
limitó a decirme: «Es una cuestión de gusto, y el gusto puede educarse». Fueron
palabras de mucha sensibilidad que tomé como seña genuina de su afecto.
No
sé si, en el fondo, él pensaba que mi caso es el de esos lectores que rechazan
una obra por simple renuencia a hacer un esfuerzo prolongado de concentración
—a los que se refirió Vargas Llosa desde este mismo espacio—, pero se trata de
un riesgo al que me tengo que exponer si no quiero renunciar a expresar lo que
pienso. Para mí, basta saber que, como muchos, puedo acometer la lectura de
cualquier obra y salir airoso si me lo propongo, y que no es cuestión de
sucumbir a los nombres prominentes o a la grandilocuencia de los críticos, ni
mucho menos rechazar a las almas desafortunadas que vagan por el mundo
editorial.
En
lo que va mucho de razón es en la intervención del gusto —sea educado o no— a
la hora de enfrentar cualquier texto: esa maravillosa combinación de letras,
sílabas y oraciones que nos revuelven las neuronas para provocar todo tipo de
respuesta en nosotros. Me ha pasado alguna vez que, tras recomendar con mucho
entusiasmo una obra a un amigo, la reacción a su lectura no ha sido tan
entusiasta como yo creía justificado. Lo mismo me ha pasado ocasionalmente
cuando alguien me ha recomendado un libro.
Tiempo
después de la conversación sobre la literatura y la «educación» del gusto a la
que me he referido, y mientras leía a Juan José Millás, tropecé con una
declaración suya en la que este afirmaba algo que me hizo recordar mi desazón
con «Rayuela». Hubo una época, decía él en palabras no tan exactas, en que para
ser un buen escritor había que lograr cierta «ininteligibilidad». En aquel
tiempo, era tenido en menos el autor que escribiera su obra de manera lineal o
cronológica, o que consiguiera que el lector no se perdiera en las tramas
intrincadas, o en el impredecible ir y venir del decurso del tiempo de la
acción, o en la caracterización de personajes inusitados. Mientras menos se
comprendiera el texto, mayor estimación ganaba su autor. Por ende, un narrador
de tramas sencillas no podía aspirar al carné de escritor que expedían los
críticos literarios ni al reconocimiento de sus pares.
Pero
un día, decía Millás, anunciaron por televisión el fin de esa época, con tan
mala suerte que algunos escritores no tenían prendido el televisor y no se
enteraron de la noticia, ni entonces ni después. Algunos continuaron con su
estilo decantado y, aunque mantienen su carné al día, son los que menor
entusiasmo suscitan entre los lectores. Otros, han perseverado en la creencia,
al decir de otro escritor, de que una oración puede ser una novela y una novela
una oración. Afortunadamente para mí, Cortázar tiene una obra vasta y puedo
disfrutar de muchos otros de sus textos con la misma devoción que lo hago con
los de Cervantes o García Márquez.
En
otra ocasión, comentando lo mismo con otro amigo, este quiso ponerme a prueba: «¿Entonces
no lees a Saramago?», a lo que contesté: «Como lector, puedo darme ese lujo: el
de las contradicciones». Debo admitir que, al contrario que mi mujer, puedo
sobreponerme a las tribulaciones que suelen causar en muchos lectores el estilo
literario del autor de «Caín», de quien, con toda seguridad, Millás diría que
no veía televisión el día que debió hacerlo. Lo imagino porque en las traducciones
de su obra al español —y que supongo fieles a su original portugués—, vemos que
el escritor se ha saltado la ortografía a la torera, o al menos casi todas las
normas esenciales que tanto trabajo nos cuesta aprender en la escuela, y que
existen, después de todo, para hacernos entender mejor.
Pero
realmente con él no me ha pasado lo mismo que con Cortázar, a pesar de que la
lectura de las obras de Saramago me obliga a un ejercicio continuo de
recomponer el texto en mi cerebro, tras cada línea, para no perder el hilo ni
la pasión. Me he preguntado a veces si es que Saramago pensaba realmente que
sería muy estrafalario de su parte que las oraciones de sus novelas llevaran
punto final, o que los diálogos aparecieran indicados entre comillas o con
rayas iniciales en párrafos separados, como manda la Academia. Sé que podrían
decirme que la incorporación de los signos ortográficos a la escritura de
algunos idiomas del mundo ha sido cosa reciente, incluso el uso de las vocales;
que uno de los ejemplos más pertinente a nuestra civilización es el del hebreo
bíblico, y que, aun así, hemos podido leer a los hagiógrafos y beneficiarnos de
sus versiones modernas.
Lo
cual sugiere que la magia de la palabra escrita a veces parece ajena a la
convención de sus grafemas, pues con más que menos vocales, con más que menos
sílabas, con más que menos orden, siempre nos provocan, aunque de diferente
manera. Tanto es así que si extrajéramos de una urna un número indeterminado de
vocales, sílabas y signos de puntuación y las colocáramos para formar un texto
aleatorio, siempre conseguiríamos a alguien que dijera «¡magistral!», expresión
que, por supuesto, estaría matizada por el gusto del lector.
Edición impresa a la página 64; versión digital en:
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