sábado, 24 de septiembre de 2011

Ni «Rayuela» ni la ópera (Columna)

Columna publicada hoy en El Nuevo Día

Aún recuerdo la cara de estupor que puso un amigo a quien, en medio de una conversación casual, le dije que había comenzado a leer «Rayuela» tres veces y había desistido otras tantas. De hecho, aprovechando ese estado de perturbación que pueden causar ciertas palabras en algunos semejantes, le expresé de seguido que la ópera me aburría. No creo que él estuviera preparado para escuchar tantas «blasfemias» juntas contra dos hitos de la cultura, pues simplemente se limitó a decirme: «Es una cuestión de gusto, y el gusto puede educarse». Fueron palabras de mucha sensibilidad que tomé como seña genuina de su afecto.

No sé si, en el fondo, él pensaba que mi caso es el de esos lectores que rechazan una obra por simple renuencia a hacer un esfuerzo prolongado de concentración —a los que se refirió Vargas Llosa desde este mismo espacio—, pero se trata de un riesgo al que me tengo que exponer si no quiero renunciar a expresar lo que pienso. Para mí, basta saber que, como muchos, puedo acometer la lectura de cualquier obra y salir airoso si me lo propongo, y que no es cuestión de sucumbir a los nombres prominentes o a la grandilocuencia de los críticos, ni mucho menos rechazar a las almas desafortunadas que vagan por el mundo editorial. 


En lo que va mucho de razón es en la intervención del gusto —sea educado o no— a la hora de enfrentar cualquier texto: esa maravillosa combinación de letras, sílabas y oraciones que nos revuelven las neuronas para provocar todo tipo de respuesta en nosotros. Me ha pasado alguna vez que, tras recomendar con mucho entusiasmo una obra a un amigo, la reacción a su lectura no ha sido tan entusiasta como yo creía justificado. Lo mismo me ha pasado ocasionalmente cuando alguien me ha recomendado un libro.


Tiempo después de la conversación sobre la literatura y la «educación» del gusto a la que me he referido, y mientras leía a Juan José Millás, tropecé con una declaración suya en la que este afirmaba algo que me hizo recordar mi desazón con «Rayuela». Hubo una época, decía él en palabras no tan exactas, en que para ser un buen escritor había que lograr cierta «ininteligibilidad». En aquel tiempo, era tenido en menos el autor que escribiera su obra de manera lineal o cronológica, o que consiguiera que el lector no se perdiera en las tramas intrincadas, o en el impredecible ir y venir del decurso del tiempo de la acción, o en la caracterización de personajes inusitados. Mientras menos se comprendiera el texto, mayor estimación ganaba su autor. Por ende, un narrador de tramas sencillas no podía aspirar al carné de escritor que expedían los críticos literarios ni al reconocimiento de sus pares.


Pero un día, decía Millás, anunciaron por televisión el fin de esa época, con tan mala suerte que algunos escritores no tenían prendido el televisor y no se enteraron de la noticia, ni entonces ni después. Algunos continuaron con su estilo decantado y, aunque mantienen su carné al día, son los que menor entusiasmo suscitan entre los lectores. Otros, han perseverado en la creencia, al decir de otro escritor, de que una oración puede ser una novela y una novela una oración. Afortunadamente para mí, Cortázar tiene una obra vasta y puedo disfrutar de muchos otros de sus textos con la misma devoción que lo hago con los de Cervantes o García Márquez.


En otra ocasión, comentando lo mismo con otro amigo, este quiso ponerme a prueba: «¿Entonces no lees a Saramago?», a lo que contesté: «Como lector, puedo darme ese lujo: el de las contradicciones». Debo admitir que, al contrario que mi mujer, puedo sobreponerme a las tribulaciones que suelen causar en muchos lectores el estilo literario del autor de «Caín», de quien, con toda seguridad, Millás diría que no veía televisión el día que debió hacerlo. Lo imagino porque en las traducciones de su obra al español —y que supongo fieles a su original portugués—, vemos que el escritor se ha saltado la ortografía a la torera, o al menos casi todas las normas esenciales que tanto trabajo nos cuesta aprender en la escuela, y que existen, después de todo, para hacernos entender mejor. 


Pero realmente con él no me ha pasado lo mismo que con Cortázar, a pesar de que la lectura de las obras de Saramago me obliga a un ejercicio continuo de recomponer el texto en mi cerebro, tras cada línea, para no perder el hilo ni la pasión. Me he preguntado a veces si es que Saramago pensaba realmente que sería muy estrafalario de su parte que las oraciones de sus novelas llevaran punto final, o que los diálogos aparecieran indicados entre comillas o con rayas iniciales en párrafos separados, como manda la Academia. Sé que podrían decirme que la incorporación de los signos ortográficos a la escritura de algunos idiomas del mundo ha sido cosa reciente, incluso el uso de las vocales; que uno de los ejemplos más pertinente a nuestra civilización es el del hebreo bíblico, y que, aun así, hemos podido leer a los hagiógrafos y beneficiarnos de sus versiones modernas.


Lo cual sugiere que la magia de la palabra escrita a veces parece ajena a la convención de sus grafemas, pues con más que menos vocales, con más que menos sílabas, con más que menos orden, siempre nos provocan, aunque de diferente manera. Tanto es así que si extrajéramos de una urna un número indeterminado de vocales, sílabas y signos de puntuación y las colocáramos para formar un texto aleatorio, siempre conseguiríamos a alguien que dijera «¡magistral!», expresión que, por supuesto, estaría matizada por el gusto del lector.

Edición impresa a la página 64; versión digital en:

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