El otro día uno de mis lectores me preguntó que si yo me pasaba todo el día buscando noticias raras en la Internet para luego comentarlas. (También acotó que hacía tiempo que no traía a cuento el personaje de «mi mujer» y que si eso se debía a que mi esposa me lo había prohibido). Una cosa a la vez.
No, no pierdo el tiempo navegando por la Internet; tengo asuntos más importantes que hacer. Eso sí, diariamente visito las páginas de algunos periódicos de aquí y del extranjero. Sé que hay gente que no lee la prensa; dos ejemplos importantes, por la notoriedad de sus nombres, lo han sido Jorge Luis Borges y Roberto Bolaños (no Chespirito, sino el autor de Los detectives salvajes). Pero yo no he llegado aún a tanta indiferencia. De hecho, muchos de mis comentarios son sobre asuntos políticos o gubernamentales de sobrada relevancia y revestidos de gran seriedad. Así que muchos de los temas los veo en las versiones digitales de los periódicos por casualidad. Otras veces se presentan de modo más fácil, pues este tipo de noticia insulsa que se presta para comentarios livianos está justo allí en la página de apertura de Yahoo, donde tengo una de mis cuentas de correo electrónico, y resulta casi imposible no verlas. Aclarado el asunto de de dónde obtengo mis temas triviales, paso a lo segundo.
No, mi esposa no me ha prohibido escribir sobre «mi mujer» ni sobre ningún otro tema. Ella le deja eso a los gobiernos —algunos de nuestro propio vecindario geográfico— que suponen que su legitimidad y permanencia en el poder depende de que la gente no exprese sus opiniones, de que no critique sus acciones, de que no se sepa lo que hacen mal. Además, yo me comporto como «un buen padre de familia», al decir de los abogados, y modero mi expresión si sospecho que ella pudiera sentirse aludida de algún modo. Por ejemplo, yo no hubiera escrito la entrada sobre la noche de bodas de doña Cayetana, la duquesa de Alba, si mi esposa tuviera 85 años y luciera tan…
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