Un día, miss María Luisa Rodríguez nos puso a debatir el conflicto de Antígona entre cumplir
la Ley del ser humano y la Ley de Dios. Al cabo de un rato, angustiado, le pedí
una respuesta. “La respuesta debes buscarla tú mismo —me dijo—. Quizás te
convendría estudiar Derecho”. Yo tendría dieciséis años y cursaba mi tercer
año.
Fue en ese momento que miss María Luisa sembró
en mí la idea de ser abogado, algo que resolvía mi cuestión vocacional, pero
que no resolvía el escollo mayor: ¿cómo ser abogado si eso requería ir a la
universidad y en mi casa no teníamos recursos económicos para costearle
estudios universitarios a nadie? Éramos gente de campo; mi padre era un
dependiente de tienda con salario mínimo, y mi madre una ama de casa a cargo de
seis hijos.
Llegado el momento, la orientadora escolar me
dijo que tenía la probabilidad de ser admitido a estudios universitarios con
una beca legislativa. Sin embargo, la beca solamente cubría la matrícula, los
libros y una mensualidad para el hospedaje; no los gastos personales. Entonces,
mi padre decidió que mi madre también trabajara como dependiente. Así se
cubriría lo que la beca no cubría. Y nada para recreo.
Vine a estudiar al Recinto de Río Piedras de
la Universidad de Puerto Rico (UPR) con el sobrecogimiento que sentimos los del
campo cuando llegamos por primera vez a la gran ciudad. La disparidad con
muchos de mis compañeros de clase era evidente, no solo en el vestir y en el
decir, sino en la apreciación de las cosas de la vida. Muchos venían de
colegios privados, con las ventajas que eso implicaba; tenían sus propios
carros y no tenían que vivir en Santa Rita; sus familias les pagaban
apartamentos. El Gobierno me becó y mi madre me enviaba por correo para gastos
personales $15 todos los jueves. Con el tiempo pude conseguir un empleo a
tiempo parcial. Así transcurrieron mis primeros años universitarios.
Siete años después me graduaba de abogado en
la UPR, como me lo había sugerido miss María Luisa. Luego ingresé al servicio
público, de donde me jubilé casi treinta años más tarde. He tenido una vida
profesional productiva y, a mi modo de ver, le he podido devolver a mi País lo
que invirtió en la UPR para mi beneficio. La UPR funcionó en mi caso —como en
el de la inmensa mayoría de los estudiantes que han pasado por sus aulas— como
mecanismo de nivelación social. Pertenezco a esa generación, a la generación
favorecida por el talante visionario de los gestores de un Puerto Rico en
desarrollo, fiscalmente sólido, y económicamente confiable.
La inversión del Gobierno en la educación
universitaria pública ha sido siempre asunto prioritario, y la UPR, con sus
altas y bajas, ha podido brindar una educación universitaria de excelencia.
Pese a los escollos que ha tenido que superar, sus profesores se han esforzado
y los estudiantes han colaborado para que se mantengan los altos niveles de
rendimiento académico. Las grandes contribuciones de nuestra Universidad al
desarrollo de las ciencias, el comercio, la agricultura, la industria y las
artes en el País son innegables y socialmente imprescindibles.
La UPR es y continuará siendo vía de
superación para los puertorriqueños; un afluente principal del desarrollo de
Puerto Rico. Nuestra Universidad provee los recursos humanos necesarios para el
mejoramiento de los servicios públicos y privados del País, de la calidad de
vida del puertorriqueño luchador. La UPR ha permitido que los hijos de los
obreros, agricultores y empleados públicos y privados de distintas categorías
hayamos podido mejorar la condición económica con respecto de nuestros padres.
Sobre todo, los hijos de los pobres hemos podido sumarnos a las filas de los
profesionales que hoy servimos con orgullo y dignidad a la sociedad
puertorriqueña.
Si la Junta de Control Fiscal no entiende
esto, entonces no entiende nada. Por eso debemos resistirnos, no resignarnos.
Publicada en El Nuevo Día, martes, 4 de abril de 2017
http://www.elnuevodia.com/opinion/columnas/uprresistirnosnoresignarnos-columna-2307156/
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