Un chamaquito de catorce años de un pueblo de Texas quiso darse una trilla del caráh en el BMW nuevo de su madre y, aprovechando que ella estaba trabajando fuera, se lo llevó del garaje sin permiso. La madre no lo notó porque el manganzón desconectó el Wi-Fi para no ser detectado por el sistema de seguridad de la casa que servía, entre otras cosas, para alertarla en su celular sobre posibles escalamientos, ya que recibía avisos cuando alguna puerta de la casa se abría.
Con lo que el jovencito no contaba era con que la mamá de su mejor amigo, a quien él fue a recoger para continuar de juerga en el BM nuevo, llamaría a Lisa Martínez —que es el nombre de la madre del teenager y latina, de seguro— para avisarle de lo que sucedía.
De inmediato, doña Lisa abandonó su lugar de trabajo y comenzó la búsqueda del hijo hasta que lo encontró transitando felizmente por una vía principal. Entonces, se le pareó, le ordenó que se detuviera en el paseo, se bajó del carro empuñando una correa gruesa y larga de cuero, abrió la puerta del conductor y allí mismo, a la vista de todos, le entró a correazos. Luego colgó la grabación de «la pela» que le dio al muchacho en las redes sociales y, ya en su casa, le removió de sus goznes la puerta del cuarto de su hijo y le «confiscó» todos sus aparatos electrónicos. Castigos sin fecha de expiración, que es como Dios manda para casos tan extremos como este.
Como podrán imaginar, las redes no tardaron en explotar (esto es lo que trae la masificación de la comunicación por Internet) y todos comenzaron a opinar a favor y en contra de lo que esa madre había hecho para ponerle vergüenza a su hijo. Unos decían que eso era maltrato de menores y que debía enviársele a ella a prisión. Otros la aplaudían, y algunos hasta fueron más lejos al criticarla por ser tan blandengue porque debió haberle llamado a la policía para que acusaran al menor de robo vehicular. Yo, por mi parte, me mantuve en las gradas leyendo esta gran porfía y recordando cuando nuestro padre —a mis hermanos y a mí— nos daba «cuatro correazos bien dados» a mitad de espalda, mientras nos mantenía de rodillas en el balcón de la casa, de frente a la calle, para que los transeúntes y pasajeros de quienes pasaran frente a la casa nos vieran y nos diera «vergüenza».
De modo que, después de todo, Lisa Martínez fue más generosa que mi padre, pues no sacó a su hijo al pórtico de la casa hincado de rodillas para, así, dar otro espectáculo humillante ante el vecindario. Total que ni imaginarme puedo el castigo que me habría impuesto mi padre de yo haberme «robado» su viejo Studebaker, que se estaba cayendo en cantos de moho, para darme una trillita del caráh por el barrio.
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