sábado, 10 de junio de 2023

El cenicero de mi carro

Llevaba siempre en el cenicero de mi carro un par de dólares sueltos para cuando me cogiese una luz roja tener algo que echarle al vaso plástico del deambulante que se me acercaba de inmediato. No es que yo tuviera que hacer muchas luces rojas camino a la oficina en la mañana, sino que casi siempre ese semáforo conspiraba con aquel necesitado para que yo tuviese que detenerme y atender a su mirada de súplica. Era la mirada de uno que trabajaba al calor del aire libre del eterno verano del trópico sin poder hacer otra cosa con su día, a otro que viajaba cómodamente en el eterno friito del aire acondicionado de su automóvil sabiendo que tenía opciones lucrativas en las que invertir su vida.

Había veces que el hombre tenía la mala suerte de que el semáforo me cogiera cruzando en verde, ante lo cual yo simplemente aprendí a decirle adiós con la mano, si daba la casualidad de que estuviese mirando los carros pasar. Pero cuando la luz verde me hacía pasar dos días consecutivos por el lado del hombre sin poder detenerme ante el semáforo, pasaba el resto del día desconcentrado y con un sentimiento de culpa indescifrable. Incluso, a veces intentaba reducir la marcha para que me tocara el semáforo en rojo, pero los de atrás se impacientaban y comenzaban a tocarme bocina para que me apresurara, no fuera a ser que nos cogiera a todos la luz roja.

Hoy, sin embargo, he tenido que cambiar de ruta, pues ayer, cuando me detuve ante la luz roja, el hombre se me acercó con un dispositivo electrónico manual, de los que usan los restaurantes para cobrar las cuentas con las tarjetas de crédito en la mesa. «Ya no acepto efectivo —me dijo—. Como están las cosas, hoy día es un riesgo grave andar con dinero encima». «Y yo no cargo con tarjetas de crédito», y continué la marcha. Tuve que mentirle ante la verdadera razón para no entregarle mi tarjeta: que saliera corriendo con ella entre la densidad del tráfico de la Ponce de León.

Así que ya no tendré más remedio que usar la Muñoz Rivera y otras rutas alternas en busca de una intersección con semáforo en la que pueda haber un deambulante que acepte alguno de los billetes que llevo en el cenicero del carro. Sé que es el único modo de recuperar mi concentración y deshacerme del sentimiento de culpa indescifrable que desde ayer me embarga.

 

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