No sabía que tuviera prosopagnosia, pero un día me encontré de frente en la calle a mi novia de hace siete años y no la reconocí. No es que ella hubiese engordado o adelgazado; mucho menos que se hubiese sometido a alguna cirugía que hubiese salido mal y le hubiera deformado el rostro. «Soy yo, ¿no me reconoces?». A esas preguntas de «¿no me reconoces?» o «¿no te acuerdas de mí?» les había temido siempre porque, de ordinario, mi respuesta era invariable: «La verdad es que no, perdona». Y lo de «perdona» era un gesto de cortesía, de buenos modales, porque si no recordaba ese rostro no se debía a un deliberado propósito de olvidarlo, sino a un defecto de mis neuronas para generar una imagen correcta, igual que el defecto de mi páncreas para producir insulina. Pero olvidar la cara de una novia de muchos años era imperdonable.
Como era cierto que no la reconocía, eludí mi triste situación como pude. «¡Cómo no iba a reconocerte! Pensé que eras tú quien no me reconocías». Ella se limitó a sonreír y decirme: «Sabes que el primer amor nunca se olvida». Como no supe qué contestar simplemente le dije: «Debo seguir porque mi mujer me espera».
En efecto, esa misma tarde, cuando llegué a mi casa, allí estaba esperándome la misma mujer, mi novia de siete años. Se limitó a darme un beso de piquito y decirme: «La verdad es que no has mejorado de tu prosopagnosia».
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