Para los que no lo sepan, la cláusula constitucional de separación de Iglesia y Estado es el resultado de siglos de experiencia del ser humano y del desarrollo del pensamiento político a partir del Renacimiento. En la constitución de Estados Unidos —de donde proviene la nuestra— esa cláusula tuvo el propósito principalísimo de proteger a las distintas iglesias de la indebida intromisión del Estado en sus asuntos de fe (los fundadores de esa nación venían de una tradición de persecuciones y torturas «oficiales»). Nunca tuvo el propósito de evitar que los ciudadanos «creyentes» opinaran sobre los asuntos del Estado. Traigo este asunto a colación porque leo, en el periódico de hoy, que dos ateos confesos están «irritados» por las ceremonias y cultos que las iglesias y sus feligreses celebran en esta Semana Santa, con la sanción jurídica del Estado (declaración del Viernes Santo como feriado oficial).
Aunque este no es el lugar para discusiones filosóficas ni jurídicas sobre la cláusula constitucional de separación de Iglesia y Estado, diré que la jurisprudencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos nunca ha propuesto que los fundadores de su nación intentaron establecer un Estado absolutamente laico y ateo («In God we trust», ¿lo han leído en el billete de a peso, el mismo que tiene la imagen de Jorge Washington?).
Reconozco que los actuales funcionarios —particularmente los que pertenecen al partido gobernante— son muy dados a reaccionar a los lineamentos que imponen ciertos grupos militantes del protestantismo fundamentalista, y que moldean sus ejecutorias legislativa, ejecutiva y judicial para complacer a estas facciones de orantes emperejilados. Ha sido evidente que, más que para servir al bien común, las decisiones de los funcionarios son para agradar a estos sectores de votantes «entregaos» que, por alguna razón, aquellos perciben como de superior fuerza electoral que la que tiene la mayoría de los electores no fundamentalistas del país. (Hago mutis de la aritmética de suma y resta de los votos).
Los organismos del Estado existen para velar por que se respete la dignidad del ser humano y para garantizar todos los derechos naturales que de ella se derivan. Si terrible es que un sector de creyentes quiera imponerle sus creencias a los demás creyentes y no creyentes del país, peor es que los no creyentes pretendan imponer el ideario ateo a todos los miembros de la sociedad. Esto ya lo trataron Lenin y Stalin en Rusia y fracasaron; y sus imitadores caribeños —dos hermanos consanguíneos— han podido ser testigos del mismo fracaso.
En fin, que en vez de estos dos ateos estar despotricando contra los demás ciudadanos por creer «las fantasías», según dicen, de las doctrinas cristianas, y al gobierno por estar patrocinándolas con el feriado del Viernes Santo, me gustaría escuchar sus argumentos científicos e históricos a favor de «la otra fantasía», la de que todo cuanto vemos se hizo solo, y que los seres humanos somos (lo mismo que una mascota) únicamente carne y neuronas, pero no espíritu.
¡Que venga el primer exhibit!
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