Ayer murió Peter Falk, el actor que le dio una vida creíble, veraz, al detective Columbo, en la serie del mismo nombre que se transmitía cada tres semanas por televisión en la década del 70. Me gustaba la caracterización que hacía del personaje porque, una vez creía tener a «su» sospechoso, lo acosaba con preguntas y visitas hasta que lo desconcertaba. Su «marca de fábrica» eran su ojo derecho de vidrio, la vieja gabardina estrujada que nunca se quitaba aunque hiciera calor, y el destartalado Peugeot que lo acercaba a la escena del crimen en medio de una gran humareda y contraexplosiones del motor. Columbo tenía un estilo apendejado y famoso de preguntar —como el que no quiere la cosa—, y cuando se marchaba y todos creíamos que había terminado el interrogatorio del testigo o de «su» sospechoso, se volvía en el umbral de la puerta y le decía: «Una última pregunta», seguida de la que era, más que una última pregunta de insinuación, una verdadera acusación para descomponer el ánimo del testigo y provocar una subsiguiente conducta errática de su parte.
A la gente le puede gustar —como a mí— Law and Order o CSI, cuyos detectives tienen a su disposición los avances más espectaculares de la ciencia y la tecnología para esclarecer los crímenes; pero Columbo no. Y quizás por esto, porque Columbo tenía disponible solo su ingenio y la capacidad de hacer deducciones magistrales, es que me gustaba tanto su serie. De hecho, más que la del Cisco Kid y Bonanza. ¡Adiós, Peter Falk!
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