Siempre había creído que a los juegos de baloncesto se iba
a ver jugar baloncesto, especialmente si uno de los equipos contendores era el nuestro.
Pues acabo de ver en YouTube el fiasco que pasó un joven por utilizar un juego
de la Liga Profesional de Baloncesto en España para otra cosa.
En innegable connivencia con alguno de los que tenían que
ver con el espectáculo, el arrojado joven hizo que durante el tiempo muerto, a
mitad del partido, lo llamaran a él y a su novia al centro de la cancha. Ella creía
que los convocaban para alguna competición de tiradas libres al canasto, como
suele suceder en este tipo de espectáculo, hasta que nota, asombrada, que el
joven se apodera del micrófono, extrae un pequeño estuche del abrigo colocado sobre
el tabloncillo y, tras arrodillarse frente a ella —ahora con el estuche abierto
mostrando una sortija de compromiso—, le propone matrimonio con palabras
inaudibles para los que vemos el video.
Ella sostiene con su mano derecha el balón y con la izquierda
hace movimientos de lado a lado que solo pueden interpretarse como su respuesta:
«¡No, no, no!». La joven mujer pone rostro de estupor matizado por una sonrisa
sosa, indefinida. Luego le da la espalda al novio osado y se retira a pasos
moderados del lugar, dejándolo plantado ante la mirada de incredulidad de los
miles de espectadores que abarrotan y hacen estruendo en el recinto deportivo.
No sé qué le hizo suponer que ella tenía ganas de casarse
con él, o siquiera de casarse. Es más, probablemente ella lo quiere y todas
esas cosas, pero no se encuentra preparada. No sabemos si ya eran pareja, es
decir, si ya vivían en concubinato y la idea de «legalizar» la unión la asustó,
o que «conociendo de antemano el material» ella no estaba en las de escalar esa
relación. O sencillamente ella pensó que la decisión de casarse no era algo que
debiera tomarse a la ligera y menos entre el bullicio, el alcohol y el ambiente
festivo de una cancha de baloncesto. ¿Habría tenido el mismo resultado si la
propuesta de matrimonio hubiese sido hecha en una cena para dos, a la luz de un
candil aromatizado, mantel y un buen vino tinto? No, no, no. A mí la insensatez
y audacia de él no me conmueven. De hecho, no me parecen nada de románticas. Solo
me hacen recordar lo que de niño me decían cuando incurría en conducta
temeraria: «¡Bueno está que te pase, para que aprendas!».
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