Tengo una compañera de trabajo que, a pesar de que no es católica, se nutre de la obsesión insólita de acusar al Papa de ser un nazi sin redención y un encubridor de pederastas. Me da pena con ella porque es de esas personas a quien el odio se le instala en la cara y le corrompe las facciones. Y, por si fuera poco, esas muletillas inofensivas de «eh», «¿me sigues?» que a muchos les acechan en su diario conversar, en el caso de ella se transforman en «¡curas!», «¡monjas!» a manera de constante exorcismo en su comunicación verbal.
Aprovechando ahora que se acerca su cumpleaños, y los buenos precios de todo lo que viene de China, me dio por investigar en la Internet qué podría comprarle para su mal. Mis compañeros intentaron disuadirme —para evitarme un disgusto, decían—, y casi lo logran. Sin embargo, pudieron más los ofrecimientos disponibles online, que sus buenos consejos.
Así es que, por un buen precio, pude comprarle a un médico chino unas sanguijuelas que no chupan sangre, sino odio, del que llevan por dentro las personas que viven en las antípodas de la felicidad. Sin embargo, no podré empacar las sanguijuelas para regalo porque las instrucciones requieren que se coloquen en la parte más blanda del cuerpo. Tan solo espero la ocasión en que mi compañera venga a sentarse a su escritorio, pues he logrado camuflar las sanguijuelas en el estampado de su asiento.
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