No sé a cuantos padres les sucede lo que a mí. El otro día, mi hija menor —la que vive en casa todavía— se presentó con un novio de muchos tatuajes, piernas afeitadas, cejas sacadas y perforaciones con aros y aditamentos bruñidos en la nariz y la lengua. Traté de no dejarme impresionar por el aspecto estrambótico del muchacho y, por el contrario, le sonreí, le extendí la mano y le dije mi nombre seguido del usual «¡Mucho gusto!». Como no me dijo el nombre, se lo pregunté, pero mi hija —quien salió un poco respondona como su madre—, le hizo una seña para que callase, y me dijo: «No, papi, no. Su nombre es un asunto privado entre él y yo, tú no tienes derecho a saberlo», y continuaron tomados de la mano rumbo al cuarto de ella.
Me quedé más frío que cuando el huevazo de Tipo Común al gobernador Fortuño. Así que no me quedó más remedio que agarrar el periódico y sentarme a leerlo como si nada hubiera ocurrido. Sin embargo, en la página 14 encontré la explicación a la conducta de mi hija bajo el titular: Gobernador Fortuño niega nombres de criminales indultados. La noticia daba cuenta de que el gobernador había concedido indultos a tutiplén por delitos como corrupción gubernamental y asesinato, pero que rehusó revelar el nombre de los indultados para no afectar el derecho a la «intimidad» de ellos. Es evidente que mi hija, quien admira tanto a Fortuño porque es cute, ha sufrido su mala influencia.
Ahora solo me resta esperar por que Julian Assange salga de los líos que tiene con la justicia británica y publique en Wikileaks los nombres de los indultados de Fortuño, junto al nombre del novio de mi hija. ¡Qué más puedo hacer!
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