Ayer mi nietecita vino a quedarse a casa y, a la hora de dormir, me pidió que le leyera un cuento. «En esta casa no hay libros de cuentos», tuve que admitir. Pero ella es muy lista y me ripostó: «Pues, invéntate uno». Así que no me quedó más remedio que complacerla. Luego de un gran esfuerzo para exprimirle a mi imaginación elementos bucólicos con moralejas posibles, me di a la tarea.
«Había una vez un niño pastor que se llamaba David y tenía a su cargo un pequeño rebaño que llevaba diariamente al prado. (Es verdad que en Puerto Rico no hay ovejas ni pastores, sino perros realengos y muchos títeres, pero ella no debería tener problemas con imaginárselos). Un día, en ánimo de no aburrirse, David salió corriendo al pueblo mientras gritaba: «¡El lobo, el lobo, viene el lobo!». Y todos los vecinos salieron armados de palos y tridentes a enfrentar al lobo, pero descubrieron que era mentira y que el pastorcito se reía de ellos a más no poder. Otro día, volvió David a gritar: «¡El lobo, el lobo, viene el lobo!», y otra vez volvieron los vecinos a ser objeto del mismo engaño. A la semana siguiente, repitió David su farsa con tan mala suerte que, esta vez, los vecinos del pueblo no le hicieron caso y el lobo… tampoco apareció. Y David vivió aburrido para siempre».
Al llegar a este punto, ya mi nieta se había dormido.
¡A ver si me tengo que inventar otro cuento mañana!
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