Donald Trump reunió a una treintena de
medios noticiosos y les pidió —¡de favor!— que en las fotos que publicasen no
destacaran tanto su notable papada, como aparentemente habían hecho en fotos
anteriores. Parece que el hombre no está muy contento, que digamos, con su hinchazón del cuello, rasgo que es en particular atractivo para
los caricaturistas.
Naturalmente, cuando se dio a
conocer la insólita petición, los deseos de incomodar a Trump se apoderaron de
la Internet y, en cuestión de horas, ya eran virales todo tipo de fotos que
hacían precisamente un destaque inmisericorde de la enormidad de esa parte de
su cuerpo que el magnate inmobiliario, electo por los del manicomio como su
nuevo presidente, no quería ver expuesta de modo tan risible. En esto prevaleció
el ingenio de fotógrafos que muchas veces, ayudados por la legión de artistas
gráficos que dominan la ciencia infusa del Photoshop,
lograban la más burlesca presentación de su nuevo aspecto para deleite de los
que se bañan en agua de rosas al llevarle la contraria y mofarse de él.
En realidad yo no entiendo
esa desabrida preocupación por la mucha grasa alrededor del cuello cuando lo
que llama más la atención de su apariencia es la morusa rala y colorá sobre la
cabeza que él peina como si se tratara de la capota amarilla de un Cadillac
convertible colocada sobre la de un Mini-Cruiser. De seguro mi barbero de
Quebradillas, le haría un recorte y peinado para hacerlo presentable en
sociedad —o ante los del manicomio que aún no salen del paroxismo de la
madrugada del 8 al 9 de noviembre pasados—, ¡ah!, y por solo diez dólares más
uno de propina.
O si no, que haga como yo,
que vivo feliz con mi quijada kilométrica de hombre-luna, y hasta la fecha no he tenido que ir al siquiatra ni convocar a los medios para pedirles que me favorezcan en los retratos (si es
que algún día deciden sacarme retratado, Dios no lo quiera).
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