De vez en cuando, al pasar junto a los cuadros de la sala, le doy un toquecito a alguno de ellos en una de las esquinas para sacarlos de la perfecta alineación que tienen en la pared. No es que tenga un tic nervioso, sino una mujer a quien las imperfecciones en la ubicación de los cuadros la molestan y yo me entretengo molestándola.
Algo pasa con el alambre de la colgadura que hace que este cuadro se deslice hacia uno de los lados, me dice. Pero mujer, eso ni se nota, le digo para tranquilizarla un poco, mientras ella vuelve a darle un toquecito en la dirección contraria a la que yo le he dado antes. Entonces se aleja unos cuantos pies para mirarlo y asegurarse de que el cuadro ha regresado a su posición original.
Podrían ser los terremotos del sur, le digo a veces, o un descuido de la señora de la limpieza, le digo otras, para no aceptar que he sido yo que le ha estado jugando esa broma por un tiempo. Supongo que ella no me cree capaz de hacer lo que hago cuando no me me está viendo. De hecho, no me cree capaz de tantas otras cosas. Por ejemplo, sospecho que no me ha creído cuando le he dicho que no pienso morirme antes que ella para evitarle el sufrimiento de mi partida. Y, a juzgar por la mirada que me ha dado, es evidente que ella prefiere su sufrimiento al mío.
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