En una reunión de amigos salió a relucir el tema del teatro, el ballet y la ópera. No hice nada más que decir que a mí no me gustaba la ópera para que me saltaran encima a juzgarme por mi alegada falta de cultura. Estaban sorprendidos de que, según ellos, un lector y también escritor —que para más señas era, además, miembro del gremio de los letrados— no gozara de la sensibilidad que todos creían suponer como parte de un presupuesto necesario para llamarse «culto». ¿Acaso no seré el único sincero en este grupo por admitir públicamente esta verdad?, les dije cuando me permitieron hablar. Porque creo que la de ustedes es una visión clasista del arte y la cultura. Entonces —añadí—, les preguntaré a cuántos de ustedes les gusta ir al hipódromo a ver las carreras de caballos. Hicieron una mueca de desdén y me miraron como si hubiera perdido la cordura. A ninguno le gustaba ir al hipódromo (les oculté que a mí tampoco). ¿Los hace eso menos cultos a ustedes? —cuestioné—, porque al fin y al cabo es una actividad humana que, para aquellos que suelen ir, tiene un valor similar de entretenimiento al que tiene la ópera y el teatro para ustedes.
A mí me gusta más el cine, aclaré. Desde siglos antes de Cristo el ser humano ha estado asistiendo al teatro, pero no fue sino hasta fines del siglo xix que se inventó el cine. Creo que si hubiese sido al revés y el cine hubiera nacido primero que el teatro, el teatro no existiría o, de existir, no sería del modo en que lo conocemos hoy. Nada que ver con los Lope de Vega, William Shakespeare, Esquilo, Sófocles, Eurípides o Aristófanes, por solo mencionar algunos. Y nuestros ascendientes españoles no habrían tenido la oportunidad de inventarse la frase que utilizan en España para desearle éxito a los actores teatrales: «¡Mucha mierda, mucha mierda!».
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