[Cuento]
El viaje de las letras
Todas abordaron el mismo vuelo de Iberia que las conduciría de San Juan a Madrid. Viajaban en primera clase, no por la abundancia de sus recursos, sino por la cortesía de un centro cultural de la Isla que quería reconocerles sus aportaciones a la riqueza de la lengua. La primera en abordar el Airbus 340 fue doña Eñe, de timbre fañoso y una tilde ondulada a manera de pamela tropical adecuada a un viaje como éste. Había acudido temprano al aeropuerto y se había colocado cerca de la puerta de abordaje para cuando llamaran el vuelo. No lucía cansada como la señora Hache, pero la duración de un viaje de siete horas le causaba bastante ansiedad.
A la señorita Diéresis no la dejaron abordar el avión sola y se vio obligada a viajar con la señora U. Siempre le pasaba lo mismo. «Sin la U no soy nadie», se quejaba, a sabiendas de que nadie podría consolarla. Por fortuna, la U y la Diéresis eran tan unidas que podían viajar en un mismo asiento y con un mismo pasaporte sin que nadie percibiera que esta Ü era distinta de su hermana U.
Las siamesas Ce y Hache ocuparon un asiento doble y, de hecho, tuvieron que pagar una tarifa aumentada. Tan acostumbradas estaban a esa existencia acoplada que llegaron a sentirse una sola letra, a quienes todos se referían como doña Che. Se creían la Binidad del idioma español. Aunque juntas han mantenido la representación de un fonema útil, la Academia se ha encargado de bajarle los humos de la cabeza y les ha retirado el escaño que ostentaron por siglos en el diccionario. Simplemente la han remitido a los dominios de doña Ce, donde hoy vive sin la vistosidad de los blasones que su abolengo demanda.
La señora Hache lucía cansada, más bien triste. Había perdido la voz. Era la única muda del grupo. Quizás por eso celebraba la mutación de las siamesas Ce y Hache, aunque éstas se creyeran un regalo de Dios a los hispanohablantes.
El Airbus se despidió del Caribe temprano en la noche y se internó en un océano de absoluta oscuridad viajando siempre hacia el noreste. Por siete horas se desplazó serenamente sobre las aguas que una vez permitieron a Colón hacer la misma travesía, pero empujado por el viento. Solo alguna que otra sacudida esporádica perturbaba el sueño de pasajeras tan exclusivas que ansiaban pisar el suelo del que una vez salieron.
A pesar de sus existencias centenarias y su dispersión por el mundo, las letras nunca se concibieron fuera de ellas mismas. Aunque siempre convivieron juntas en los mismos espacios labiales, dentales, paladares y velares que les dieron vida, y en los libros y diccionarios que las acogieron, nunca tuvieron la necesidad de concertar esfuerzos para sobreponerse a estos ataques inusitados a su supervivencia. Ahora, en viaje a Madrid, apenas pueden contener la emoción. Desde Puerto Rico, acaban de presenciar cómo la Comunidad Económica Europea había propuesto el destierro de doña Eñe de los teclados de sus ordenadores (por razones puramente de mercadeo, ¿qué si no?) y cómo la reacción oportuna y la actuación categórica de los ciudadanos, las Cortes y la Real Academia Española habían derrotado esa proposición descabellada, por no decir, vulgar y ofensiva. Su misión era recabar el apoyo de la Real Academia y de otros sectores interesados.
Llegaron a Madrid a media mañana. En el aeropuerto de Barajas confrontaron la primera dificultad. El funcionario de Inmigración no entendía por qué ellas alegaban ser ciudadanas de Puerto Rico, pero su pasaporte era de otro país y estaba escrito en inglés. Doña Eñe, con su voz fañosa de soprano, trató de razonar con él lo mejor que pudo. En una conversación de algunos minutos que suscitó incomodidad y desespero entre los que aguardaban detrás de ella en la fila, comenzó sus explicaciones con el segundo viaje de Colón. Cuando llegó a la Guerra Hispanoamericana, le endilgó el reproche que como funcionario de España se merecía por el traspaso hecho a los invasores, sin consultar a nadie, y eso fue suficiente para que el hombre respingara impaciente y apartara a doña Eñe de la fila para que otro funcionario viniera a hacerse cargo de la situación. Las demás letras exigieron el mismo trato, y a éste no le quedó más remedio que conducirlas juntas al área de interrogatorios.
El superior de Inmigración tuvo que escuchar la lección de historia de doña Eñe, esta vez con la participación de las demás letras, que intervenían para suplir datos, rectificar fechas o simplemente insertar algunos reproches de los que el funcionario no se hacía cargo. Al cabo de un rato, el hombre desapareció por más de una hora. A su regreso, les explicó que solo podrían ingresar al país con el pasaporte norteamericano: doña Ce, doña Hache, doña Che y doña Ü (era evidente que doña Diéresis, coronando a doña U, había burlado una vez más a Inmigración). El superior les explicó que la Embajada de Estados Unidos en Madrid no reconocía como ciudadana suya a doña Eñe, por lo que el Gobierno Español se vería forzado a regresarla en el próximo vuelo de Iberia o de American Airlines. Según la Embajada, la expedición del pasaporte de doña Eñe había sido un error burocrático y que el único modo de convalidarlo sería que ella fuera conducida directamente desde Barajas a la Embajada, donde doña Eñe estaría obligada a renunciar oficialmente al uso de la tilde. La Embajada no objetaría que ella usara su pasaporte como «dona Ene». Las otras letras que viajaban con ella no tendrían problemas porque también eran letras del inglés, aunque a veces se pronunciaran distinto en español.
Doña Eñe escuchó con mucha paciencia las explicaciones del superior. Entonces, pidió la oportunidad de reunirse a solas con sus demás compañeras de viaje quienes, a pesar del aletargamiento y el cansancio del pasaje transatlántico, se mantenían atentas al desarrollo de este extraño incidente. Luego de conferenciar entre ellas, doña Eñe le suplicó al funcionario que le permitiera hacer una llamada telefónica.
—Usted no está arrestada, no tiene derecho a un abogado ni a ninguna llamada telefónica.
—Nuestro interés es conversar con algún representante de la Real Academia.
El hombre no halló que una cortesía como ésa pudiera lesionar algún interés jurídico de España o de Estados Unidos, y en cuestión de minutos había alguien al habla con doña Eñe. Solamente podía escucharse lo que ésta argumentaba:
—Somos letras puertorriqueñas. Gracias, gracias, pero no todos los ciudadanos españoles comparten esta bienvenida… Sí, sí, claro, claro. Voy al grano. Ya los españoles pasaron por esto. La Academia desempeñó un papel preponderante en evitar que se suprimiera de los teclados de las computadoras vendidas en España la tilde de la letra eñe y que se incorporara al uso del lenguaje de la Internet. Ustedes ganaron la batalla, pero nosotros la estamos perdiendo. Ya han desaparecido de nuestros teclados la eñe, la diéresis y los signos iniciales de interrogación y exclamación… ¡Pues, claro que el Instituto de Cultura lo sabe!... ¿Perdón, la qué?... ¿La Academia Puertorriqueña? Suponemos que sí, también… Bueno, por supuesto que sí, que es una batalla nuestra, pero… ¿Cómo que no pueden?... ¡Aló, aló, aló…! ¡CooÑÑÑoooo!
Tomado del libro Cuentos inveraces para ser creídos, Letra 2 Editores, © 2009 Editorial Letra 2, Inc., www.letra2editores.com. Reproducido con permiso de la editorial.
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