Uno de los periódicos da cuenta de que los senadores —¿o mejor «cenadores»?— Carmelo Ríos y Roberto Arango han perdido una gran cantidad de libras que los han devuelto, otra vez, a las tallas de pasarela. Muy ufano, Ríos revela que decidió ponerse a dieta cuando un día alguien se refirió a él —al alcance de su oído— como «el gordito». Ambos parecen ser de los que aprovechaban la comida gratis del restaurante del Capitolio o de los que se pasan la vida cacheteándole almuerzos a la comparsa de lambeojos y empresarios «desinteresados» de los que andan siempre rodeados, para dar rienda suelta a su gula. Lo cierto es que son muchos los que entran flacos y salen gordos, y entran pelaos y salen forrados.
A mí me parece que la mejor dieta que podrían hacer todos los senadores y representantes es hacer dieta de las dietas, es decir, abstenerse de recibir las dietas que así llaman a ese segundo salario que los legisladores cobran por ir a firmar una hoja de asistencia de las vistas públicas a las que realmente no asisten. Porque debemos ver las dietas como una especie de propina, pues ellos cobran ya un salario mensual fijo. Por eso, debemos preguntarnos si está bien pagarle esa propina dietética. Si en un restaurante no dejamos propina cuando el servicio ha sido malo, y en nuestras casas no pagamos a nadie por una chapuza mal hecha, entonces ¿por qué tenemos que pagarles dietas a nuestros legisladores por un trabajo esmeradamente deficiente?
No hay comentarios:
Publicar un comentario