[Cuento]
De pequeño solía leer a Poe porque le oía decir a mi padre que era su autor favorito. Sin embargo, pronto descubrí que tal vez me había precipitado, pues aquellas historias de muertos en vida que de día me fascinaban, de noche me atormentaban. Cuando crecí y me casé, le pedí a mi mujer —ellas siempre viven más que los maridos— que cuando yo muriera se asegurara de que me practicaran una autopsia. «Pudiera no estar muerto», traté de explicarle, «sino simplemente en estado catatónico. El bisturí del patólogo forense me despertaría al primer corte de la incisión en “Y”». Ella, sin embargo, no me hizo caso. Adujo que esto no era sino una nueva manía de viejo, de las que me había dado por adoptar últimamente, y se echó a reír. Varias veces más insistí en el tema, pero siempre lo despachó con la misma liviandad.
Si me hubiera hecho caso, no estaría yo ahora en un espacio absolutamente oscuro, absolutamente reducido, absolutamente alejado de la superficie y de todo oído humano, en el que mis extremidades están restringidas —apenas puedo mover un par de centímetros mis dedos— y en el que deben quedarme apenas dos minutos más de oxígeno.
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