martes, 31 de mayo de 2011

Los unos a los otros

Como siempre terminamos haciendo lo contrario a lo que debemos, entonces ¿no sería preferible «odiaos los unos a los  otros»?

domingo, 29 de mayo de 2011

In fraganti


[Cuento]

No lo aprendió en casa; tuvo que haber sido en la calle. De buenas a primeras, mi hija se había convertido en ecologista y defensora de los animales. De hecho, tenía a Karla Capalli como a una especie de directora espiritual, y era de las que se encadenaba semidesnuda, junto a ella, frente a los circos que llegaban a la ciudad, para protestar contra el maltrato de los animales. Pero, nunca pensé que esa afición por la fauna la llevara a denunciarme, y de qué manera. Es verdad que ella me había apercibido de que lo haría si yo insistía, pero también es cierto que no la creía capaz de hacerlo. Hasta que, esa mañana, lo hizo. Los vigilantes de Recursos Naturales irrumpieron en mi casa, luego de tumbar la puerta, y me sorprendieron in fraganti. No me dio tiempo de deshacerme de los cuerpos del delito ni del arma empleada. Por eso fue que me pillaron de pie, mientras yo me aprestaba, agitando el pote en el aire, para una segunda rociada a sus cuerpos negros que yacían en el suelo boca arriba, sacudiendo aún sus extremidades.    

viernes, 27 de mayo de 2011

Minga Sánchez Bras y Petraca Fullana Hernández

Minga Sánchez Bras y Petraca Fullana Hernández dieron su show ayer. Mandadas por La Fortaleza, anduvieron de agencia en agencia disfrazadas de «hijas de vecina» —o de mujeres de vecindarios pobres— haciéndose pasar por solicitantes de beneficios gubernamentales, para evaluar la calidad y eficiencia en la prestación de los servicios públicos. El tantrum de Papo Christian —porque considera que el que ellas anduvieran mal vestidas, como se quiere hacer ver ahora, es una afrenta a la gente pobre— es entendible, pero sólo si el disfraz de las funcionarias incluían axilas y piernas sin afeitar, sobacos malolientes, trajes raídos y chanclas de goma de meter el dedo. Francamente, no lo sé. Pero si de lo que se trató fue de que por un rato ellas se despojaron de sus atuendos high follety para no ser reconocidas, santo y bueno.
De hecho, es una buena idea hacerlo en todas las agencias, sin avisar, y sobre todo, que lo hagan los jefes mismos de las agencias. Me gustaría ver al Secretario de Justicia o al Juez Presidente disfrazados de familiares de víctimas o de testigos darse la vuelta por la noche en las salas de investigaciones para que vean las cosas que sólo por ellos mismos creerían. Claro, necesitarían un poco de maquillaje porque el colorcito de Somoza es muy chillón y la nariz de Hernández Denton es inconfundible (que es lo que me pasa a mí con mi quijada). Lo difícil será conseguirles un pseudónimo.

martes, 24 de mayo de 2011

El tercer momento

Me gusta esta hora del día porque es la que me representa mejor. A esta hora ya he vivido los primeros dos momentos del acertijo de la Esfinge: el de la mañana y el del mediodía. Y cuando enfoco la vista que aún me queda hacia el horizonte del Mar Caribe perfectamente lineal y rojizo, acosado por el sol que se escabulle más allá de los cocoteros de Boquerón, el alma se me humedece de alegría. Es la única parte de mí que no tiene arrugas, que no se nota asediada por Chronos, la que espera pacientemente lo que le depara el final de cada día.

jueves, 19 de mayo de 2011

Por qué siempre quise una necropsia

[Cuento]

De pequeño solía leer a Poe porque le oía decir a mi padre que era su autor favorito. Sin embargo, pronto descubrí que tal vez me había precipitado, pues aquellas historias de muertos en vida que de día me fascinaban, de noche me atormentaban. Cuando crecí y me casé, le pedí a mi mujer —ellas siempre viven más que los maridos— que cuando yo muriera se asegurara de que me practicaran una autopsia. «Pudiera no estar muerto», traté de explicarle, «sino simplemente en estado catatónico. El bisturí del patólogo forense me despertaría al primer corte de la incisión en “Y”». Ella, sin embargo, no me hizo caso. Adujo que esto no era sino una nueva manía de viejo, de las que me había dado por adoptar últimamente, y se echó a reír. Varias veces más insistí en el tema, pero siempre lo despachó con la misma liviandad.
Si me hubiera hecho caso, no estaría yo ahora en un espacio absolutamente oscuro, absolutamente reducido, absolutamente alejado de la superficie y de todo oído humano, en el que mis extremidades están restringidas —apenas puedo mover un par de centímetros mis dedos— y en el que deben quedarme apenas dos minutos más de oxígeno.

miércoles, 18 de mayo de 2011

A don Berna

A don Berna lo conocí de niño cuando solía comprarle blonnies al salir de la escuela. Colocaba su silla plegadiza detrás del pequeño carro de madera lleno de un surtido de dulces y de canecas de maví. Me llamaba la atención que nunca se quitaba sus enormes gafas oscuras, y que, además, tenía una sonrisa prendida al rostro que jamás se le borraba. Movía su cabeza y torso de lado a lado a un ritmo lento pero constante, sin conocer el cansancio. 
Lo que me sorprendía más era que algunas personas le pagaran con billetes de distinto valor y él, con solo palpar su superficie, supiera perfectamente el cambio que debía darles. En casa, yo le pedía a papi que me prestara billetes de uno y de cinco y, luego, cerrando los ojos, trataba en vano de distinguir el monto de cada uno frotándolos entre las yemas de mis dedos, tal y como lo hacía don Berna. Pero nunca lo logré. Ahora que recuerdo a don Berna, he vuelto a preguntarme: ¿Y cómo lo hacía?

martes, 17 de mayo de 2011

Cronómetro para la pesadilla

Hoy me levanté temprano y, a pesar de ser una mañana lluviosa, me allegué antes de las nueve a la oficina del senador que dijo ayer que su reloj marcaba las horas y el día en forma regresiva. Inicialmente, cuando lo escuché hablar por radio, me pareció inverosímil que alguien quisiera tener un reloj que en vez de mostrar las horas del día, mostrara el número de días y horas que quedan desde ahora hasta el 6 de noviembre de 2012, el día de las elecciones generales. «¡Uf, la política otra vez!», pensé. Pero, nada, fue un pensamiento fugaz.
De inmediato lo entendí todo: de noche, cuando el insomnio se acurruca a mi lado para sacudirme con sus extremidades trepidantes, trato de defenderme con el conteo progresivo del 1 al 100, luego del 1 al 200, y así sucesivamente, hasta que pierdo la cuenta porque me quedo dormido. Entonces, es cuestión de soñar lo que se pueda porque, otra vez, vendrá la hora de levantarme para descargar la vejiga y, nuevamente, me enfrascaré en ese ejercicio consuetudinario del conteo progresivo para paliar el insomnio.
Pues, ¿por qué no? ¿Por qué no hacernos de un instrumento como el del senador para paliar esta pesadilla? Por eso he acudido hoy a su oficina, para que me diga dónde consigo un cronómetro igual.

domingo, 15 de mayo de 2011

De piña no me gustan (Cuento)

[Cuento]

Como si no fuera suficiente que mi mujer llevara tres días insistiendo en que le comprara un gato, se aparecen a la puerta dos niñas Escuchas. No traen las usuales cajitas de galletitas de piña o de coco, sino un gatito de Angora con ojos de distinto color y un pelambre abultado y lustroso. Les pregunto qué quieren, aunque me lo imagino y acierto:
—No me gustan los gatos —les respondo, y vuelvo inmediatamente la cabeza para asegurarme de que mi mujer nada escucha.
Ellas sospechan de mi zozobra y adoptan la actitud del ave carroñera ante su presa moribunda. Una de las niñas comienza a elevar el volumen de su voz con el propósito evidente de que mi mujer se entere de la propuesta de venta que me hacen. La otra contorsiona su cuerpecito hacia un lado para adentrar su mirada por el pequeño espacio que he dejado bajo el quicio de la puerta; sé que ansía la aparición de mi mujer que, de seguro, habrá de antojarse del dichoso gato.
No veo más remedio que preguntarle cuánto vale, al mismo tiempo que agito mis manos suavemente en señal de que bajen la voz. Ellas lo cogen al vuelo y con destreza de comerciante viejo afirman:
—Noventa dólares.
—¿Quéeee? ¿Tanto?
La más lista me aclara:
—Cincuenta dólares por bajar la voz, más cuarenta que vale el gatito.
Me llevo la mano en forma de «Y» a mi quijada, y tras un instante de reflexión les propongo:
—¿Qué tal si sólo les compro su silencio y ustedes retienen el gato?
Ambas se miran, hacen risueñas el gesto universal de aceptación y, tomando el dinero, se despiden. En eso, y mientras las niñas se alejan, mi mujer se me acerca y, al ver mis manos vacías, pregunta:
—¿Y no que le diste dinero?
—Sí, para que mañana me traigan galletas de coco; sabes que las de piña no me gustan.