lunes, 20 de julio de 2020

Algo bueno que ha enseñado a los médicos el Covid-19

Por: Hiram Sánchez Martínez
El Nuevo Día, 20 de julio de 2020, p. 32
Versión electrónica de la misma fecha:


Me dí cuenta de que había comenzado a ponerme viejo la vez que fui al médico por un dolor de garganta y salí con un diagnóstico de diabetes, y en la mano la receta para una pastilla que todavía tomo. Es una condición hereditaria, me dijo, que se manifiesta con la edad. De modo que ahí estaba yo a los cuarenta años, sin saber qué decir, todavía sin canas ni arrugas, comenzando a sentirme como mi abuela y mis tías diabéticas, a quienes yo consideraba ancianas desmejoradas. Después, comenzaron a transcurrir los años y, con cada lustro, a aumentar la frecuencia de mis visitas a los médicos e, igualmente, el diagnóstico de nuevas condiciones acompañadas de la explicación, como para tranquilizarme, de que eran más o menos “normales”, achaques propios del envejecimiento del cuerpo humano.
Al cabo de los años, ya jubilado, mi nueva “normalidad” vino a ser la de acudir con mayor frecuencia a las oficinas de los médicos especialistas, en citas gestionadas con cuatro o seis meses de anticipación, para las que tenía que prepararme mentalmente porque sabía que iría a perder todo el día o gran parte de este, esperando por mi turno en oficinas atestadas de pacientes y en las que muchas veces ni siquiera había sillas suficientes para sentarme.
Es cierto que la Asamblea Legislativa intentó ponerle remedio a ese problema de tanta desconsideración y creó la figura del Procurador del Paciente, quien con su reglamentación requería que se atendiera al paciente por horas-calendario para que este no tuviera que esperar tanto. Pero quien hizo la ley no contaba con la trampa, y muchos médicos —no todos— comenzaron a incluir entre los papeles que le daban a firmar al paciente uno que constituía una renuncia de ese beneficio. Y, nuevamente, las largas esperas quedaron “legalizadas” y el beneficio de la ley para los viejos se convirtió en letra muerta. (Aclaro que tengo dos médicos que siempre lo han hecho bien).
Entonces llegó el Covid-19, con el mismo aviso que dan para los huracanes, y ya no se hizo posible la desconsideración de algunos médicos de tener sus oficinas atestadas de pacientes de mayor edad sin ser atendidos durante largas horas. Fue así como la pandemia logró lo que no quiso hacer nuestro legislador: obligarlos a organizarse seriamente. Por fin  los médicos estiman el tiempo aproximado que tardarán en atender al paciente, conceden cita al número razonable de pacientes que pueden atender por hora —sin citar a pacientes de más—, llaman el día antes para confirmar la cita, y les piden a estos que lleguen solo minutos antes para evitar la aglomeración de pacientes y aminorar la posibilidad de contagio. En sus oficinas han reducido el número de sillas (para guardar la distancia física aconsejada). Pero, sobre todo, los pacientes son atendidos prontamente, que es como debería ser siempre aunque no tuviéramos el Covid-19 deambulando por los alrededores.
También nos hemos beneficiado de la llamada telemedicina que es un instrumento muy útil cuando la presencia física del paciente no es indispensable, generalmente para visitas rutinarias o de seguimiento. La tecnología ha viabilizado este nuevo modelo. El médico envía la orden de exámenes de laboratorios por fax o correo electrónico, los laboratorios reportan los resultados por el mismo medio al paciente, este los envía al médico, el médico los examina junto a todo el récord de su paciente, luego lo llama por teléfono y, a base de la entrevista (consulta), decide si debe verlo personalmente, o si es suficiente renovar su receta, cosa que hace enviándola directamente a la farmacia, donde finalmente el paciente recoge sus medicinas.
En fin que, una vez el coronavirus se haya vuelto tolerable, sería bueno que los propios médicos sean concientes del beneficio de organizar su práctica como al presente. La actual experiencia ha demostrado que esto es posible y que la práctica de la medicina no tiene por qué ser opresiva con las personas que peinamos canas. Ni con nadie más.