sábado, 3 de diciembre de 2022

Alexia ¿Putellas?

Comencé a leer en las páginas de El País un artículo sobre Alexia Putellas —quien yo desconocía en ese momento que es la mejor jugadora de futbol del mundo— y ya no pude seguir leyendo por la distracción que me produjo su apellido. Me suele pasar a cada rato que una lectura ordinaria en la que me tropiezo con un nombre raro hace que me desvíe por los vericuetos que siempre conducen al mismo lugar y, sobre todo, a la misma época: a los años de escuela en mi adolescencia. En esa época todo era motivo de gracia, de chiste, de vacilón, y me imaginé lo que habría pasado si, de repente, hubiera llegado a mi escuela una estudiante con ese apellido y, sobre todo, el acoso (bullying) que se habría generado contra ella. Porque de «Putellas» a «Putilla» es un mero resbalón ortográfico.

Es lo mismo que me pasó la primera vez que vi en televisión a una presentadora de noticias llamada Nuria Sebazco en que, de nuevo, otro resbalón ortográfico me hizo pensar en lo mal que lo debió haber pasado en su pueblo de Utuado, si las cosas en su escuela hubieran sido como en la mía en Yauco. Porque en Yauco para describir la falta de hermosura de algo o alguien se dice: «Es más feo o fea que la palabra sobaco”».

De igual modo me pasó cuando, ya yo adulto, conocí al párroco del barrio de mis abuelos, el padre Saliva, pues de inmediato imaginé el acoso por el que debió pasar en la escuela, si es que no se dio a respetar a las trompadas. Y sospecho que si jugaba algún deporte y en alguna ocasión su equipo ganó por alguna jugada espectacular que hizo, no faltaría quien se hiciera el chusco para decir que habían ganado gracias a un «salivazo».

En fin, que me acordé de todo esto porque vi hace un rato en un noticiario de televisión que un diputado español de Esquerra Republicana de Catalunya se llama Gabriel Rufián. Y me imaginé a uno de nuestros maestros —de aquellos que se referían a nosotros por «señor» o «señora», seguido del apellido—, al pasar lista de asistencia y llamar, para corroborar que estaba presente, al «señor Rufián». Y, menos mal, que mi escuela no quedaba en el barrio Matón de Cayey.



martes, 29 de noviembre de 2022

Mis dudas sobre el enterramiento y la cremación

Llevo días pensando si al morir deben colocarme en un ataúd y enterrarme para que el proceso de putrefacción natural que afecta a todos los cadáveres tome su curso o si, por el contrario, deben llevarme al crematorio y devolverme luego a casa en una bolsita plástica dentro de una urna cineraria. Cada alternativa tiene sus pros y sus contras.

La del enterramiento —que es una forma de hablar, porque realmente me colocarían en una sepultura de hormigón— tiene la ventaja de que es como si estuviera durmiendo sin la expectativa de despertar. Todavía se podrían ver aunque fuese mi calavera y la ropa que llevaba puesta el día del enterramiento, en caso de que a alguien se le ocurriera exhumarme a los siete o más años. Por otro lado, la desventaja del ataúd es que el servicio fúnebre probablemente sería más costosos y ese gasto, para un ratito únicamente que es lo que duraría el velatorio, estaría mejor empleado si mi mujer y mis hijas pudieran irse de viaje para Europa. La desventaja mayor sería que si al enterrarme en vez de muerto estuviera en estado catatónico, me pasaría como el personaje de tantos cuentos que al despertar vuelve a morirse arañando desde dentro el ataúd tratando de escapar de una muerte segura.

En cambio, la cremación sería una alternativa más económica y, sobre todo, tendría la ventaja de poder seguir viviendo en casa. Conozco muchos casos así. La urna puede colocarse un día en la mesita de la sala o en un estante del family, otro en la encimera de la cocina, otro junto a la vela de olor en el gabinete del baño, y hasta en el cuarto matrimonial. Incluso, a mis hijas podría ocurrírseles sacarme a pasear los fines de semana o ellas asignarse semanas o meses en los que iría de visita a sus casas y me quedaría con ellas en el lugar que me asignasen. La desventaja mayor sería que si, en vez de muerto, estuviera en estado catatónico, al activarse los chorros de flamas por todos lados el calor me despertaría y sabría que estaba llegando al infierno, quizás sin merecerlo. Pero lo peor no sería eso, sería que mi mujer se olvidara que me tiene en el cuarto, cuando un amigo intrépido quisiera refocilarse con ella en nuestro propio lecho y yo no encontrara la manera, como lo haría el ave Fénix, de resurgir de mis cenizas.

¿Ven el porqué de mis dudas?

sábado, 26 de marzo de 2022

La Guarapa

      En mi libro «Quería ser como Charles» dedico un fragmento a La Guarapa, aquella enajenada mujer que deambulaba por las calles del Yauco de mi niñez. Este es el texto [en el diálogo inicial, quien habla es mi madre]:

«—Cuando Fincho pase por ahí al frente, métanse pa dentro inmediatamente, que está loco. ¡Ah, y no le hablen! 

»Esa advertencia me hacía recordar la que, cuando vivíamos en el pueblo, me había hecho sobre La Guarapa, una mendiga demente y harapienta que pululaba muchas veces por La Trocha y se sentaba en la acera, frente al cafetín de Paco Ruiz o del almacén de don Lolo Toro, a mirar pasar la gente mientras decía una ensarta de disparates. La “reputación” de ella, según mami, era que le gustaba “llevarse” —queriendo decir “secuestrar”— a los niños para matarlos. Cuando yo iba o venía de la escuela y alcanzaba a verla de lejos, cruzaba inmediatamente al otro lado de la calle para evitar pasarle cerca y que me llevara. De verla, nada más, se me aflojaban las rodillas. 

»Por eso, aprendí a tenerle a Fincho la misma desconfianza que a La Guarapa y, cuando jugábamos frente a la casa y lo veíamos caminar en dirección de Los Cruceros, salíamos despavoridos a escondernos en lo que él pasaba» (pág. 49).

Ahora, gracias al genealogista guayanillense, Dr. Otto Sievens Irizarry, me he enterado de que el nombre propio de la Guarapa era Teresa García González (1909-1979), y que también era conocida en Guayanilla, hasta donde evidentemente llegaban sus correrías demenciales. Reproduzco, con su autorización, las palabras del Dr. Sievens:

«Los recuerdos de la niñez afloran constantemente. “La Guarapa” que yo conocí era una loca que caminaba desde la Jácana de Yauco hasta Guayanilla y sus barrios. Recorría el territorio con muchas mudas de ropas superpuestas y pulseras, algo así como una gitana. Dormía donde la cogía la noche y tiraba piedras y maldiciones a los muchachos que le gritaban “Guarapa”.

»Alrededor de los enajenados del pueblo se crean mitos y a mí me habían explicado que “Guarapa” había sido maestra. Fue mi madrina Cándida Torres Patrón, vecina del barrio Jácana quien me confrontó: ¿Quién?, ¿Teresa, maestra? Y llegó el conocimiento de algunos aspectos de su vida, los cuales quiero callar.

»Más tarde, averigüé que su familia era oriunda del barrio Algarrobo de Yauco y se habían mudado a la Jácana. Me contaron que estaba felizmente casada con un chofer de camiones de caña a quien le decían “Guarapo”. Quedó viuda y cayó en un estado de depresión profundo. Pasó a ser “La Guarapa”. Ya nadie recordó que Teresa García era su nombre de pila.

»Cuando alguna de las mujeres del pueblo se viste de forma estrambótica, que llama la atención por su atuendo, resurge el espíritu de “La Guarapa”». (Recuerdos de Guayanilla, 2012).

Como ven, los loquitos y loquitas de cualquier pueblo de Puerto Rico, tenían sus nombres propios y de seguro su propia historia. Ahora lamento no haberle preguntado a mis mayores, cuando aún vivían, cuánto conocían de estos personajes de mi pueblo para haber podido escribir algo sobre ellos. Aparte de La Guarapa, los más conocidos en el Yauco de mi niñez eran Rolando Bocaepote, Míster Nolan, Palosdós, Juanito Botellas, Tornillo, Tinita, Salvita y Rosa la Loca. Pero había más. Algunos pertenecían a familias corsas de alcurnia (Rolando Antonmattei, Nolan Paoli y Julio Guilormini).

En fin, que ahora que sé su nombre y que su apodo no me infunde aquel temor infantil de entonces, solo me resta decir: 

¡Te recordaremos siempre, Teresa García González!