lunes, 19 de febrero de 2024

Sin blusa en el balneario

 —¿Tiene usted un primo que antes era juez? —me preguntó el hombre que acababa de entrar a mi despacho y sentarse frente a mí.

—Bueno, creo que primo tercero —le respondí, como una vez respondió el gobernador a la prensa cuando arrestaron a ciertos delincuentes con su mismo apellido.

—Tuve alguna dificultad en encontrar su bufete. Aunque él me dijo el nombre de usted, lo único que dice el letrero suyo allá afuera es «abogado».

—Porque lo que importa no es cómo me llamo, sino que soy abogado.

El hombre se remeneó en la silla sin mucho convencimiento, y siguió hablando:

—Es que fui a donde él a consultarle un caso que quiero llevar por infracción de derechos constitucionales y me dijo que el especialista en pleitos contra el Estado es usted.

—La realidad es que no. Mi sospecha es que como le he estado refiriendo últimamente algunos casos a él, ahora él piensa que debe reciprocar mi desprendimiento profesional refiriéndome casos a mí. Pero, dígame, ¿cuál es el problema jurídico que interesa consultarme?

En ese mismo instante, retiré mi «legal pad», me eché hacia atrás en la silla y comencé a darle vueltas con los dedos al bolígrafo que sostenía en mis manos, un gesto que siempre hago cuando alguien comienza a contarme una historia inveraz. El hombre procedió a explicarme:

—Mi mujer y yo fuimos al balneario de Isla Verde el mes pasado y los guardias no le permitieron quitarse la blusa a pesar de que yo pude quitarme la camisa. Y como ella no usa brassiere ni la pieza superior del bikini, pues… —hizo una pausa, supongo que para observar bien mi reacción—. Nos dijeron que eso sería una exposición deshonesta, una infracción al Código Penal. Les contesté que eso sería inconstitucional por ser un discrimen por sexo.

—Por género, querrá decir.

—Por lo que sea —refunfuñó algo molesto—. La cuestión es que les dije que más deshonesto sería el G-string que mi mujer traía puesto y nadie en el balneario se sentiría ofendido cuando lo exhibiera. Es más, para que vean a lo que me refiero, les dije, mírenla. Y ahí fue cuando le dije a mi mujer y ella se quitó la falda para que ellos vieran.

—¿Qué respondieron?

—Uno de ellos dijo que el G-string sería un agravante a lo de la exposición del pecho descubierto. Así que no tuvimos más remedio que irnos para que no la arrestaran. Y por eso estamos aquí, para que vayamos al tribunal y acabar con tanto discrimen contra la mujer porque si yo puedo bañarme en la playa sin camiseta y con mis pezones y areolas al aire, no veo por qué ella no pueda hacer lo mismo. ¿Podría llevarnos este caso, licenciado?

—Bueno, ahora mismo tengo mucho trabajo, pero puede regresar adonde ese mismo primo mío —bueno, creo que primo tercero—, el que antes era juez, y decirle de mi parte que no me refiera más clientes porque es a él a quien siempre le han gustado las causas perdidas.

sábado, 10 de febrero de 2024

El retrato de mi mujer con uniforme

     Tengo un retrato de mi mujer con su uniforme de cuando ella iba a la escuela. Podría tener quince o dieciséis años y aunque sé que es ella porque conserva sus rasgos distintivos de su fisonomía adulta, la realidad es que parecería que se trata —la de ahora y la de entonces— de dos personas distintas. A la de entonces —tres o cuatro años menor que yo— me hubiera gustado verla con su falda corta verde monte, su blusa blanca, sus medias bermudas dobladas sobre los tobillos y sus mocasines negros. Sí, me hubiera gustado conocerla en aquella época, incluso porque hubiéramos podido ser novios. Al menos eso creía yo hasta el día en que ella vio una de mis fotos a su misma edad e hizo un gesto de desagrado. ¿Tú dices que hubiéramos podido ser novios de habernos conocido en tu época en la escuela?, me preguntó con cierto retintín cuando se lo dije. Por supuesto, contesté con toda convicción. Con esa facha que tenías no me hubiera fijado en ti y ni siquiera te habría aceptado un piropo, me respondió. No supe qué replicarle. Me hice el desentendido consolándome con que la verdadera razón por la que ella no se habría fijado en mí es porque entonces ella tenía un novio que acaparaba todos sus afectos y ella, debo admitir, es una mujer muy fiel.

miércoles, 3 de enero de 2024

«Lo que es» no debe ser

Desde  que el 2023 se aproximaba a su fecha de caducidad, comencé a notar el uso y abuso de la frase «lo que es». La expresión inaugural se la escuché al coronel de la Policía, Roberto Rivera, pero después comenzó a propagarse con la furia de los megaincendios de Europa y California. Fue cuando sus briznas encendidas alcanzaron el lenguaje de periodistas radiales y televisivos, que a su vez saltaron a la boca de los entrevistados. ¿O fue al revés? Díganme si no han oído estas lindezas de la expresión oral:

«El cuerpo fue trasladado a lo que es el Instituto de Ciencias Forenses». «El individuo utilizó un cuchillo para cometer lo que es un “carjacking”». «El agente le ocupó encima lo que es un revólver calibre .38». «El juez le impuso lo que es un desacato». Elimínenle la frase «lo que es» y díganme si le falta algo a estas oraciones. Pues, si no hace falta, «lo que es» entonces sobra. Y no es una cuestión de argumentar, como diría un chusco, que la frase tampoco hace daño y que es cuestión de que cada cual administre como quiera su saliva.

A esto respondería que, como hablantes, tenemos la responsabilidad social de expresarnos correctamente, que debemos hacer un esfuerzo por simplificar la expresión oral y escrita para así mejorar nuestra comunicación. Y la comunicación es, al fin y al cabo, lo verdaderamente importante de la convivencia humana.

sábado, 19 de agosto de 2023

No sabía que tuviera prosopagnosia

No sabía que tuviera prosopagnosia, pero un día me encontré de frente en la calle a mi novia de siete años y no la reconocí. No es que ella hubiese engordado o adelgazado; mucho menos que se hubiese sometido a alguna cirugía que hubiese salido mal y le hubiera deformado el rostro. «Soy yo, ¿no me reconoces?». A esas preguntas de «¿no me reconoces?» o «¿no te acuerdas de mí?» les había temido siempre porque, de ordinario, mi respuesta era invariable: «La verdad es que no, perdona». Y lo de «perdona» era un gesto de cortesía, de buenos modales, porque si no recordaba ese rostro no se debía a un deliberado propósito de olvidarlo, sino a un defecto de mis neuronas para generar una imagen correcta, igual que el defecto de mi páncreas para producir insulina. Pero olvidar la cara de una novia de muchos años era imperdonable.

Como era cierto que no la reconocía, eludí mi triste situación como pude. «¡Cómo no iba a reconocerte! Pensé que eras tú quien no me reconocías». Ella se limitó a sonreír y decirme: «Sabes que el primer amor nunca se olvida». Como no supe qué contestar simplemente le dije: «Debo seguir porque mi mujer me espera».

En efecto, esa misma tarde, cuando llegué a mi casa, allí estaba esperándome la misma mujer, mi novia de siete años. Se limitó a darme un beso de piquito y decirme: «La verdad es que no has mejorado de tu prosopagnosia».

miércoles, 5 de julio de 2023

«Ivan+Hayley 23» y la literatura de inodoros


En aquel tiempo, cuando se podía entrar tranquilamente a un servicio sanitario público —lo que los españoles llaman «váter» y los norteamericanos «restroom»— uno podía entretenerse leyendo los grafitis inscritos con «magic markers» en las paredes del lugar, que no dejaba de ser una manifestación literaria de la vulgaridad. Eran variopintos, desde simples mensajes eróticos con palabras extremadamente soeces, dibujos mal hechos de partes pudendas de ambos sexos, corazones atravesados por una flecha y dos iniciales vinculadas con la conjunción «y», hasta intentos de poesía como, por ejemplo, «Mea feliz / mea contento / pero cabrón / méate dentro»; o aquella inolvidable: «En este santo lugar / donde viene tanta gente / se mea el más cobarde / y se caga el más valiente». No puedo decir si lo mismo ocurría en los servicios sanitarios de las mujeres, pues a los varones no nos era permitido entrar a estos. Sin embargo, por mucho tiempo tuve intenciones de recopilar todo ese grafiti y publicarlo con el título «Literatura de inodoros», pero desistí. Naturalmente, no puedo afirmar que habría sido un bestseller o superventas, pero ahí vamos.

¿Y por qué esto vino hoy a mi memoria? Porque un tal Ivan Dimitrov, búlgaro residente en el Reino Unido, andaba turisteando con su novia Hayley Bracey por la capital romana y se le ocurrió perpetuar su paso por el Coliseo de Roma inscribiendo sobre uno de sus muros «Ivan+Hayley 23», que, ni más ni menos, podría pertenecer fácilmente al género de literatura de inodoros. Así, como si el tal Ivan Dimitrov estuviera en los inodoros públicos del Coliseo de San Juan —el Roberto Clemente, por supuesto— donde la gente escribe en las paredes de sus baños lo que les da la gana y no pasa nada. Como la osadía del turista búlgaro fue grabada por otro turista que subió el video a las redes y se volvió viral, él se enteró de que la policía italiana lo buscaba y que su acto podría ser castigado con cinco años de prisión y multa de $2,700 a $16,300.

Del susto, les explicó a los Carabinieri y le envió una carta de disculpa al ayuntamiento de Roma expresando su arrepentimiento y expresando, como justificación para su conducta, que fue después de escribir el grafiti que se enteró «de la antigüedad del monumento». O sea, vino con el cuento de que él no sabía que el Coliseo romano —donde mismo echaban a los cristianos a los leones— tiene dos mil años y es patrimonio de la humanidad. De modo que, aunque yo no sé en qué parará el asunto o si los romanos se tragarán el cuento de su supuesta ignorancia histórica, al menos espero que si Ivan Dimitrov tiene que ir a la cárcel, que no sea tanto por lo de escribir el grafiti, sino por bruto.

miércoles, 21 de junio de 2023

¿Pérez o Niemmerson?

Publicada originalmente el 21 de junio de 2023 en la revista «Ley y Foro» digital del Colegio de Abogados y Abogadas de Puerto Rico. https://tecnocaapr.org/sanchismos/


Me desperté una mañana esdrújula, de esas en que todo pasa en el antepenúltimo instante. La había escogido la noche antes, al acostarme, luego de invertir casi media hora mirando en el clóset los días que tenía disponibles para usar al dirigirme a mi bufete. En el clóset tenía días llanos, agudos y esdrújulos, y de estos había variantes de sobra, de tres a diez sílabas. Naturalmente, no quería aventurarme más allá de los de tres sílabas, pues sabía por experiencia que si me excedía de ese número, de seguro, el día se me complicaría.

Ya desde la antepenúltima esquina podía escuchar las consignas: «¡Abajo las reglas machistas de gramática!», «¡Cárcel para los escritores!», «¡Destierren a la RAE pal carajo!». Al acercarme me di cuenta de que era un piquete frente a mi oficina y pude girar a la izquierda —que es la dirección en la que me siento más cómodo girando— para rodear la manzana. Me estacioné lejos, caminé como cincuenta metros y entré subrepticiamente por la puerta trasera de mi despacho. No me atreví a encender la luz, para no ser visto, e inmediatamente vibró mi celular. Entonces, decidí entrar al clóset para contestar sin ser oído. Era una llamada por WhatsApp.

—Sí, dígame… 

«I’m calling from Florida, do you go to court in Orlando?».

Por el acento yaucano que tenía le pregunté si hablaba español y me respondió que sí, que había ido a la misma escuela que Abel Nazario y era boricua en la diáspora.

—Claro que postulo en Orlando, pasé la reválida y… —Afuera continuaban los gritos y consignas que yo escuchaba con cierto antepenúltimo temor—. Bueno, en fin, ¿cuál es su problema?

«Que mi nombre es Michelle Pérez y, al casarme aquí, me cambiaron el apellido por el de Peter, mi marido. Ahora soy Michelle Niemmerson y no me permiten llevar el apellido de mi papá, como es en Puerto Rico. Quiero presentar una demanda contra Ron DeSantis para obligarlo a reconocer que las mujeres en la Florida no debemos perder nuestra personalidad por el hecho de casarnos».

Miré a mi alrededor y descolgué una cara llana o aguda —ahora no recuerdo bien— que allí guardo para situaciones como esta. Entonces, encendí la cámara de WhatsApp y le dije:

—Pero ¿no se siente contenta con el hecho de estar en el país de la inclusividad?, ¿donde hay menos machismo? —No la dejé contestar, simplemente añadí—: Creo que no es conveniente demandar a un gobernador pudiéndose demandar el reconocimiento de la igual dignidad de las personas de otro modo.

«¿Cómo cuál?».

—Hay que demandar a su marido para que el tribunal lo obligue a utilizar el apellido suyo, Pérez, de modo que ahora sería Peter Pérez, casado con Michelle Niemmerson. ¿Ve qué fácil?

«¿Y usted me llevaría el caso?».

Ahora tengo mucho trabajo y no podría hacerlo, pero tengo un primo en Orlando, bueno, creo que primo tercero, que antes era juez, y que siempre le han gustado las causas perdidas. 

sábado, 10 de junio de 2023

El cenicero de mi carro

Llevaba siempre en el cenicero de mi carro un par de dólares sueltos para cuando me cogiese una luz roja tener algo que echarle al vaso plástico del deambulante que se me acercaba de inmediato. No es que yo tuviera que hacer muchas luces rojas camino a la oficina en la mañana, sino que casi siempre ese semáforo conspiraba con aquel necesitado para que yo tuviese que detenerme y atender a su mirada de súplica. Era la mirada de uno que trabajaba al calor del aire libre del eterno verano del trópico sin poder hacer otra cosa con su día, a otro que viajaba cómodamente en el eterno friito del aire acondicionado de su automóvil sabiendo que tenía opciones lucrativas en las que invertir su vida.

Había veces que el hombre tenía la mala suerte de que el semáforo me cogiera cruzando en verde, ante lo cual yo simplemente aprendí a decirle adiós con la mano, si daba la casualidad de que estuviese mirando los carros pasar. Pero cuando la luz verde me hacía pasar dos días consecutivos por el lado del hombre sin poder detenerme ante el semáforo, pasaba el resto del día desconcentrado y con un sentimiento de culpa indescifrable. Incluso, a veces intentaba reducir la marcha para que me tocara el semáforo en rojo, pero los de atrás se impacientaban y comenzaban a tocarme bocina para que me apresurara, no fuera a ser que nos cogiera a todos la luz roja.

Hoy, sin embargo, he tenido que cambiar de ruta, pues ayer, cuando me detuve ante la luz roja, el hombre se me acercó con un dispositivo electrónico manual, de los que usan los restaurantes para cobrar las cuentas con las tarjetas de crédito en la mesa. «Ya no acepto efectivo —me dijo—. Como están las cosas, hoy día es un riesgo grave andar con dinero encima». «Y yo no cargo con tarjetas de crédito», y continué la marcha. Tuve que mentirle ante la verdadera razón para no entregarle mi tarjeta: que saliera corriendo con ella entre la densidad del tráfico de la Ponce de León.

Así que ya no tendré más remedio que usar la Muñoz Rivera y otras rutas alternas en busca de una intersección con semáforo en la que pueda haber un deambulante que acepte alguno de los billetes que llevo en el cenicero del carro. Sé que es el único modo de recuperar mi concentración y deshacerme del sentimiento de culpa indescifrable que desde ayer me embarga.