viernes, 13 de mayo de 2016

El mundo bizarro de la RAE

Pues le tengo noticias a la rae: seguiré utilizando «bizarro» con la acepción que tiene en inglés aunque a la rae le parezca un «calco semántico censurable».
Los que en nuestros años de lectura de los paquines de Superman leímos los correspondientes al mundo bizarro del Hombre de Acero, aprendimos la acepción del vocablo «bizarro» como equivalente de absurdo o irreal, algo extraordinariamente distorsionado. Por tratarse de un paquín hecho en ee.uu. traducido al español, era natural que si se adoptaba «bizarro» como traducción de «bizarre», también se adoptara y adaptara la definición del original en inglés.

De modo que, al menos en Puerto Rico, utilizamos «bizarro» con la tercera acepción que nos llega por vía del inglés y no hay nada de censurable en ello, esté o no esté en el diccionario de la rae. «Riversa» tampoco lo está y es un vocablo correcto aunque solamente se utilice en Puerto Rico. Lo que hace a un vocablo «correcto» o «incorrecto» es su uso generalizado por los hablantes de un lugar aun cuando ese lugar solo mida 100 x 35.

lunes, 11 de abril de 2016

Caso Lorenzo: ¿Juicio o vista?



El niño Lorenzo fue asesinado hace seis años. La teoría del Departamento de Justicia es que lo hizo Luis Rivera Seijo, “El Manco”, un expresidiario a quienes muchos dan por loco y que confesó el crimen días después, tanto al propio Departamento como al FBI.
Los entonces Secretario de Justicia y Fiscal General reaccionaron incrédulos ante esa confesión (creída por el FBI después) y durante los próximos tres años enfilaron la investigación del caso con la mente hecha de que los responsables habían sido otras personas, entre éstas la madre del niño.
Un programa de televisión de mucho rating les hizo coro, y hasta un altarcito con flores y una foto del niño pusieron a la vista de las cámaras, al que añadían un cronómetro progresivo de los días que llevaba el Departamento de Justicia sin esclarecer el caso.
En eso hubo un cambio de administración y de funcionarios. Dos abogados distintos se sentaron en la silla del Secretario de Justicia y otro fiscal de mucha experiencia ocupó el cargo de Fiscal General.
Empero, las expresiones públicas de los nuevos incumbentes se sucedían con mucha cautela y rehusaban comprometerse en cuanto a si el caso estaba esclarecido y cuándo se presentarían acusaciones.
Mientras tanto, la sospecha sobre la madre del niño Lorenzo continuaba cebándose y el morbo se apoderaba de un gran sector de la opinión pública moldeada a imagen y semejanza de lo que se aireaba en los medios.
Y lo mismo que en la novela de Nathaniel Hawthorne en que, para su vergüenza, se le cose al pecho a Hester Prynne, una mujer casada, una letra escarlata –la “A” de “adúltera”– porque ella rehusaba revelar quién era el padre de su hija bastarda, también a la madre del niño Lorenzo le cosieron a su vestido la “A” de “asesina” y hasta le privaron de la custodia de sus dos hijas menores de edad, y a éstas, que nada tenían que ver con la muerte de su hermanito, de la posibilidad de relacionarse con su madre.
Ahora, seis años después, el Departamento de Justicia confiesa su error y sin disculparse aún por aquel desatino, acusa del asesinato del niño Lorenzo a quien había confesado su crimen con corroboración del FBI.
Entonces los que tronaban contra el Departamento de Justicia por no haber esclarecido el caso, han tronado ahora por traerles a otro acusado y no a la madre. Porque eso no les cuadra con su prejuicio y, según ellos, no es a Rivera Seijo a quien le queda bien lo de la letra “A”.
Por eso quizás Justicia conduce la vista preliminar del caso como si se tratara de un juicio, con la anuencia del tribunal que debió evitarlo. Porque la vista preliminar no es un juicio ni un minijuicio.
La ley dispone que esta vista es para establecer nada más que la probabilidad de (1) que se hubiera cometido un delito y (2) que fue el acusado quien lo cometió. No es para establecer si el acusado es culpable fuera de duda razonable. La cantidad y calidad de la prueba no tiene que ser la misma.
Sin embargo, el Departamento de Justicia le está celebrando un juicio a Rivera Seijo, con el beneplácito del tribunal, porque no se quiere correr ningún riesgo de hacer otro papelón, y no puede darse el lujo de que exoneren en esta etapa tan temprana del proceso a quien confesó el crimen desde el principio.
Aunque no debemos culpar de esta vista preliminar agrandada únicamente al Departamento. El tribunal debería velar también por que ésta sea utilizada únicamente para el propósito que fue creada.
Hay que darle el contenido que manda la ley y no uno diseñado a la medida de la notoriedad del caso.


Columna publicada hoy en El Nuevo Día, pág. 35
http://www.elnuevodia.com/opinion/columnas/casolorenzojuicioovista-columna-2185178/


miércoles, 23 de septiembre de 2015

Cambiapapá (Fragmento de "Quería ser como Charles")

Nunca supe su verdadero nombre, sino hasta que hace un par de años su sobrino-nieto, compañero de escuela y buen amigo, me lo reveló. Para aquella época, ella era simplemente Cambiapapá. Su lugar de trabajo estaba anclado en los alrededores de la plaza del mercado, cuando cesaba el trajín de los quioscos y la penumbra de la noche se convertía en el mejor aliado para aquella activi­dad ilícita y pecaminosa.
La vi algunas veces, en las pocas ocasiones en que papi me prestaba el carro, y yo, bajando del Almácigo, utilizaba la ruta del cementerio y del hospital para llegar al pueblo. Entraba por la calle 65 de Infantería, frente al tribunal, y luego pasaba por la parte de abajo de la plaza del mercado. Y entonces la veía. Ella a mí también. Ponía cara de seducción, me guiñaba un ojo, y decía algo así como: «Vamos, papito», que era su forma patética de invitar a un coito apresurado y barato sin ningún otro rendimiento ni compromiso.
Yo la ignoraba y continuaba la marcha. No hacía como otros que simplemente le sacaban el dedo del corazón, o le gritaban «¡Yo no “voy” con putas, so cuero!», o como los que se detenían cien pies más adelante a esperarla y cuando ella estaba llegando entre jadeos, con sus pasos rapiditos y cortos sobre sus tacos altos y afilados, arrancaban chillando gomas y la dejaban plantada, solo para escuchar los gritos de ella de «¡Párate ahí, cabrón, hijoeputa, la crica de tu madre!», mientras ellos se alejaban entre carcajadas de burla.
Cambiapapá era como treinta años mayor que nosotros, usaba escotes impúdicos, minifaldas tubo y llevaba su rostro pintorreteado: mucho rímel en las pestañas, el borde de los párpados debidamente delineados de abundante negro co­mo la Cleopatra de la Taylor, mucho colorete y un lunar pintado en el cachete como la Monroe. Siempre andaba con una carterita de mano en la que —se comentaba— guarda­ba los cosméticos para sus retoques y una yen de dos filos para cortarle la cara al cliente que se propasara o rehusara pagarle. Ella, sin embargo, no necesitaba tajear a nadie, pues, sus servicios —según contaban algunos de mis amigos que sí «habían ido» con ella—, eran accesibles: tres o cinco dólares, los días en que su negocio era bueno, o una cajetilla de cigarrillos o tres pesetas los días flojos.
A veces se juntaban varios de mis amigos en un solo carro para «ir» con ella. En ocasiones eran cinco, pues Cambiapapá decía que ella daba, bastaba y sobraba para todos en un rato. Además, si eran cinco, les hacía precio. Teo, que ponía el carro de cuatro puertas de su hermano, conducía hasta un lugar oscuro y apartado en Barinas y, al llegar, siempre pasaba lo mismo: exigía ser el primero en «ir» con ella al asiento de atrás. No valían las protestas de los otros, especialmente las de Lionel a quien todas las veces le correspondía «ir» último, y se quejaba de que a él le tocara siempre «el lapachero ese que ustedes dejan ahí».
Cambiapapá era vista por algunos como una tabla de salvación, particularmente por los hombres incon­formes de mi pueblo. Desempeñaba cierta «función social», una especie de válvula de escape para la presión que generaba el celibato compulsorio de los menos atractivos para el sexo opuesto, o los que, como los jóvenes experimentadores que conocía, no tenían a su alcance esa ventaja de estar casados. De igual modo, sin embar­go, el que un hombre tuviese que acudir a ella era un «desprestigio social», pues significaba que era un fracasado con las mujeres y que estaba en disposición de pagar el precio de una gonorrea por un gustazo de solo cinco minutos.

Fragmento de mi libro inédito Quería ser como Charles, segundo volumen de mis memorias de adolescencia (siendo el primero Cuesta de los Judíos número 8, memorias de mi infancia).

Aclaración innecesaria: Cambiapapá, de vivir aún, tendría más de noventa años. Es un personaje que pertenece a la memoria colectiva de nuestro pueblo de Yauco.

domingo, 13 de septiembre de 2015

Dos breves comentarios críticos sobre «La voz del Señor de los Ejércitos»


Dos comentarios cortos de dos críticos literarios, la Dra. Carmen Dolores Hernández y el escritor José Borges, sobre mi cuento «La voz del Señor de los Ejércitos», publicado en la Revista Trapecio, una revista gratuita online:
Los comentarios aparecieron en la edición dominical de El Nuevo Día de hoy, 13 de septiembre de 2015, en la página 63:

Carmen Dolores Hernández:
El fanatismo religioso ocupa el centro temático de este excelente cuento que desarrolla —en un corto espacio— la manera en que una adicción nociva se sustituye por otra aparentemente inofensiva que no lo es tanto. Buen manejo de la estructura narrativa, de las caracterizaciones y del lenguaje.

José Borges:
El autor puertorriqueño Hiram Sánchez Martínez trabaja el mito bíblico de Abraham dentro de un marco actual. Contrasta de manera efectiva las creencias judeocristianas antiguas con las contemporáneas, y sirve como análisis al fundamentalismo y el fanatismo de nuestros tiempos. Sutilmente narrado con cierto humor negro, mantiene en vilo a los lectores hasta el final.

domingo, 17 de agosto de 2014

El Nuevo Día reseña CASI SIEMPRE FUE ABRIL


En El Nuevo Día de hoy domingo, 17 de agosto de 2014, p. 67, el escritor José Borges reseña mi nueva novela «Casi siempre fue abril».



sábado, 14 de diciembre de 2013

De libros y obsesiones (Columna)


Columna publicada hoy en El Nuevo Día


No sé a cuántos lectores y compradores compulsivos de libros les ha pasado. Muchas veces mi mujer me acompaña a alguna librería, y advirtiendo en mí la misma mirada que ponen los niños en una juguetería, me dice con respecto al libro que sostengo en mis manos: «¿Por qué vas a comprarlo si en casa tienes muchos que no has leído?». Es mejor lectora que yo, pero tiene muy buen sentido práctico, que yo siempre trato de refutar: «Tengo que asegurarlo ahora, no sea que cuando venga a buscarlo para leerlo, ya no esté». Preferiría decirle la verdad: que los libros son esos artículos que pueden comprarse por distintas razones y sin ellas. Hay quien los compra para leerlos inmediatamente y otros para no leerlos ni entonces ni después.
En esto me sentí confortado por Roberto Bolaño. En un documental que ya he visto un par de veces, el fenecido autor de 2666, quien iba cada tres días a una librería cerca de su casa en Blanes, Barcelona, declaraba que él tenía libros que no había leído y que sabía que nunca leería. Los tenía de compañía, así de simple, más bien para verlos, tocarlos y hojear sus páginas. Ese día descubrí que yo no estaba solo en esa atolondrada afición de comprar un libro que no leería de momento o que sabía que ni los años por vivir me darían para leerlo.
Y es que los libros ejercen esa magia. Son ese enhebrado hilo que cose en el alma de los lectores esas estridentes obsesiones. Que en mi caso no son pocas. A veces recurro a infinidad de acrobacias para conseguir determinado libro. Me pasó con Un hombre acabado, de Papini, uno de mis favoritos de juventud, el que tuve la torpeza de prestar a un amigo querido, quien, como manda la Ley del prestalibros, no me lo devolvió; peor aún, negó que se lo hubiera prestado. Decidí reponerlo. Ninguna librería donde lo busqué lo tenía, salvo un vendedor por Internet, pero cuando intenté comprarlo resultó que no hacía envíos a la Isla. La historia corta es que mi hija consiguió que una amiga suya de Miami lo comprara y me lo enviara.
Otras veces he pagado cuarenta dólares de franqueo a un librero de España por un libro de quince euros. Y que no me digan que ahí están los libros electrónicos, lo sé, y tengo uno de esos lectores cibernéticos para cuando no me quede más remedio. Pero no es lo mismo. Solamente la conveniencia del precio y la inmediatez de su adquisición lo justifica. No da igual tener un retrato de la amada, por más que puedas mirarlo y admirarlo, que a la amada misma, con su textura y aroma inigualables.
Otras veces, la pregunta de mi mujer se vuelve recriminación, como cuando, conciliando el estado de cuenta de las tarjetas, advierte los gastos incurridos. «Este mes hemos tenido muchos gastos en libros». Así, a bocajarro, dicho en primera persona del plural, como queriendo diluir un poco la contundencia del señalamiento. «Trata de no comprar ninguno este mes». Entonces vienen a mi rescate las diversas estrategias que he aprendido de algunos amigos míos que confrontan problemas similares: «Usa efectivo, no guardes los recibos, no dejes rastros»; «Déjalos en el baúl del carro, luego, espera a que ella se duerma o no esté en la casa para meterlos en la biblioteca»; «Entremézclalos con los que llevan tiempo de comprados, así no los reconocerá».
De momento, me siento como el hombre que recibe consejos sobre cómo ser infiel sin que la mujer lo descubra. Como si la simple acción de querer leer lo último de Abad Faciolince, Nettel, Ovejero o Santos Febres fuese un acto de traición que deba ser ocultado de ella a toda costa. Porque colocar el nuevo libro en la tercera tablilla de arriba hacia abajo, y a la izquierda, es como pedirle a una amante que entre al clóset para que la esposa no descubra nuestra infidelidad. Pero en esto no termina el llorar y crujir de dientes.
El otro asunto objeto del pragmatismo ordinario de ella con los libros se relaciona con los ya leídos: que por qué no los regalo. Es verdad, la mayoría de esos libros permanecen en los estantes, muchas veces parqueados en doble fila, sin que tenga planes concretos de volverlos a leer antes de que me muera. Claro, hay unos que sí (quién podría morir sin leer más de una vez al Quijote, Cien años de soledad, o La víspera del hombre). Aquí viene a cuento lo que dice Sergio Ramírez en su columna «Ventajas del olvido» (El Nuevo Día, 19 de octubre de 2013): que releer un libro, para él es como leerlo por primera vez. Para mí también. Es posible que en su caso como en el mío el asunto esté acentuado por los años que hemos vivido y las lecturas que hemos hecho, pero en el fondo creo que se trata de otra virtud de la literatura: la capacidad de provocarnos, de seducirnos, la de siempre suscitar emociones nuevas porque trasciende el tiempo y sus trastornos, la de lograr nuevos arreglos en la maraña de nuestras neuronas palidecientes.
Por eso la posibilidad de releer un libro y experimentar la emoción de «la primera vez», hace que me resista a todo tipo de sugerencia que implique deshacerme de ellos u ocultarlos de mi mujer. No me da el corazón para esa traición.  Y si no dejar de comprarlos o retener los leídos es sinónimo de falta de juicio, que alguien traiga la camisa de fuerza.

Edición impresa a la página 72; versión digital en: