martes, 3 de enero de 2023

Mucha mierda en el teatro

En una reunión de amigos salió a relucir el tema del teatro, el ballet y la ópera. No hice nada más que decir que a mí no me gustaba la ópera para que me saltaran encima a juzgarme por mi alegada falta de cultura. Estaban sorprendidos de que, según ellos, un lector y también escritor —que para más señas era, además, miembro del gremio de los letrados— no gozara de la sensibilidad que todos creían suponer como parte de un presupuesto necesario para llamarse «culto». ¿Acaso no seré el único sincero en este grupo por admitir públicamente esta verdad?, les dije cuando me permitieron hablar. Porque creo que la de ustedes es una visión clasista del arte y la cultura. Entonces —añadí—, les preguntaré a cuántos de ustedes les gusta ir al hipódromo a ver las carreras de caballos. Hicieron una mueca de desdén y me miraron como si hubiera perdido la cordura. A ninguno le gustaba ir al hipódromo (les oculté que a mí tampoco). ¿Los hace eso menos cultos a ustedes? —cuestioné—, porque al fin y al cabo es una actividad humana que, para aquellos que suelen ir, tiene un valor similar de entretenimiento al que tiene la ópera y el teatro para ustedes.

A mí me gusta más el cine, aclaré. Desde siglos antes de Cristo el ser humano ha estado asistiendo al teatro, pero no fue sino hasta fines del siglo xix que se inventó el cine. Creo que si hubiese sido al revés y el cine hubiera nacido primero que el teatro, el teatro no existiría o, de existir, no sería del modo en que lo conocemos hoy. Nada que ver con los Lope de Vega, William Shakespeare, Esquilo, Sófocles, Eurípides o Aristófanes, por solo mencionar algunos. Y nuestros ascendientes españoles no habrían tenido la oportunidad de inventarse la frase que utilizan en España para desearle éxito a los actores teatrales: «¡Mucha mierda, mucha mierda!».

lunes, 2 de enero de 2023

¿Cómo las reconoceremos?

 


De solo mirar la foto parecería que la joven mujer, muy seria ella, sentada de frente junto al escaño del legislador surcoreano Lee Yong-ju es su secretaria o una de sus ayudantes, o simplemente una pasante. Sin embargo, si nos fijamos bien, no podría ser ninguna de las tres cosas, pues no tiene en sus manos ni en su regazo alguna libreta, bolígrafo o cartapacio. De hecho, sus manos parecen flotar sobre sus rodillas, pero una observación meticulosa nos da la impresión de que está tratando de separarlas para que quien está tomando la foto —que es como decir «el alter ego nuestro»— pueda captar lo que se ve al fondo de los muslos. En el fondo es una frívola imitación de lo que quiso hacer Sharon Stone con aquel famoso cruce-descruce-y-cruce de piernas en la famosa escena del filme Basic Instinct («Instinto básico»). Ni entonces ni ahora nada de lo que nos imaginamos se nos ha mostrado. 

Ese aspecto juvenil que tiene la mujer nos hace recordar a la Chilindrina, el personaje del Chavo del Ocho, con una pollina sobre la frente y las gafas que casi le cubren la cara, pero sin los rabitos a cada lado ni el pelo achiotado y largo sobre sus hombros. La mujer tiene una mirada penetrante, como de enfado; viste un traje pastel de tres cuartos de manga con ruedo a mitad de muslo y unos zapatos puntiagudos stilettos. En esto no se parece a la Chilindrina.

De hecho, de solo mirar la foto sabemos que debe ser alguien más, alguien que no está muy contenta de estar donde está («¿Qué hago aquí?»). Sin embargo, cuando leemos la información que acompaña la foto caemos en cuenta de que ella no es «alguien», sino «algo»: una muñeca sexual de tamaño real. La foto nos muestra el momento en que, en 2019, el legislador Lee Yong-ju presentó para inspección parlamentaria en la Asamblea Legislativa de Corea del Sur una de las muñecas que la aduana del país confiscaba citando una cláusula de una ley que prohibía la importación de bienes que perjudicaran «las bellas tradiciones y la moral pública del país». No sé el efecto que produjo entonces la muñeca de la foto en los demás legisladores, pero la cuestión es que el parlamento surcoreano acaba de derogar (diciembre de 2022) esa prohibición.

Como no sé de leyes, llamé a un amigo que tiene un primo que es legislador para saber, solo por curiosidad, si en Puerto Rico está prohibida la importación de esas muñecas. Poco tiempo después me llamó para decirme que, según le dijo el primo, no estaban prohibidas, que él mismo estaba casado con una y que por eso hoy día hasta salen por televisión; que me fije bien en sus zapatos stilettos, sus trajes cortos y sus boquitas pintadas. Ah, y que una ya tiene hasta su propio programa, nunca repite la misma ropa y siempre critica cómo visten los demás.

Nada, que hay que estar pendiente, y que por eso tendré que revisarle hasta los zapatos a mi mujer.

sábado, 3 de diciembre de 2022

Alexia ¿Putellas?

Comencé a leer en las páginas de El País un artículo sobre Alexia Putellas —quien yo desconocía en ese momento que es la mejor jugadora de futbol del mundo— y ya no pude seguir leyendo por la distracción que me produjo su apellido. Me suele pasar a cada rato que una lectura ordinaria en la que me tropiezo con un nombre raro hace que me desvíe por los vericuetos que siempre conducen al mismo lugar y, sobre todo, a la misma época: a los años de escuela en mi adolescencia. En esa época todo era motivo de gracia, de chiste, de vacilón, y me imaginé lo que habría pasado si, de repente, hubiera llegado a mi escuela una estudiante con ese apellido y, sobre todo, el acoso (bullying) que se habría generado contra ella. Porque de «Putellas» a «Putilla» es un mero resbalón ortográfico.

Es lo mismo que me pasó la primera vez que vi en televisión a una presentadora de noticias llamada Nuria Sebazco en que, de nuevo, otro resbalón ortográfico me hizo pensar en lo mal que lo debió haber pasado en su pueblo de Utuado, si las cosas en su escuela hubieran sido como en la mía en Yauco. Porque en Yauco para describir la falta de hermosura de algo o alguien se dice: «Es más feo o fea que la palabra sobaco”».

De igual modo me pasó cuando, ya yo adulto, conocí al párroco del barrio de mis abuelos, el padre Saliva, pues de inmediato imaginé el acoso por el que debió pasar en la escuela, si es que no se dio a respetar a las trompadas. Y sospecho que si jugaba algún deporte y en alguna ocasión su equipo ganó por alguna jugada espectacular que hizo, no faltaría quien se hiciera el chusco para decir que habían ganado gracias a un «salivazo».

En fin, que me acordé de todo esto porque vi hace un rato en un noticiario de televisión que un diputado español de Esquerra Republicana de Catalunya se llama Gabriel Rufián. Y me imaginé a uno de nuestros maestros —de aquellos que se referían a nosotros por «señor» o «señora», seguido del apellido—, al pasar lista de asistencia y llamar, para corroborar que estaba presente, al «señor Rufián». Y, menos mal, que mi escuela no quedaba en el barrio Matón de Cayey.



martes, 29 de noviembre de 2022

Mis dudas sobre el enterramiento y la cremación

Llevo días pensando si al morir deben colocarme en un ataúd y enterrarme para que el proceso de putrefacción natural que afecta a todos los cadáveres tome su curso o si, por el contrario, deben llevarme al crematorio y devolverme luego a casa en una bolsita plástica dentro de una urna cineraria. Cada alternativa tiene sus pros y sus contras.

La del enterramiento —que es una forma de hablar, porque realmente me colocarían en una sepultura de hormigón— tiene la ventaja de que es como si estuviera durmiendo sin la expectativa de despertar. Todavía se podrían ver aunque fuese mi calavera y la ropa que llevaba puesta el día del enterramiento, en caso de que a alguien se le ocurriera exhumarme a los siete o más años. Por otro lado, la desventaja del ataúd es que el servicio fúnebre probablemente sería más costosos y ese gasto, para un ratito únicamente que es lo que duraría el velatorio, estaría mejor empleado si mi mujer y mis hijas pudieran irse de viaje para Europa. La desventaja mayor sería que si al enterrarme en vez de muerto estuviera en estado catatónico, me pasaría como el personaje de tantos cuentos que al despertar vuelve a morirse arañando desde dentro el ataúd tratando de escapar de una muerte segura.

En cambio, la cremación sería una alternativa más económica y, sobre todo, tendría la ventaja de poder seguir viviendo en casa. Conozco muchos casos así. La urna puede colocarse un día en la mesita de la sala o en un estante del family, otro en la encimera de la cocina, otro junto a la vela de olor en el gabinete del baño, y hasta en el cuarto matrimonial. Incluso, a mis hijas podría ocurrírseles sacarme a pasear los fines de semana o ellas asignarse semanas o meses en los que iría de visita a sus casas y me quedaría con ellas en el lugar que me asignasen. La desventaja mayor sería que si, en vez de muerto, estuviera en estado catatónico, al activarse los chorros de flamas por todos lados el calor me despertaría y sabría que estaba llegando al infierno, quizás sin merecerlo. Pero lo peor no sería eso, sería que mi mujer se olvidara que me tiene en el cuarto, cuando un amigo intrépido quisiera refocilarse con ella en nuestro propio lecho y yo no encontrara la manera, como lo haría el ave Fénix, de resurgir de mis cenizas.

¿Ven el porqué de mis dudas?

sábado, 26 de marzo de 2022

La Guarapa

      En mi libro «Quería ser como Charles» dedico un fragmento a La Guarapa, aquella enajenada mujer que deambulaba por las calles del Yauco de mi niñez. Este es el texto [en el diálogo inicial, quien habla es mi madre]:

«—Cuando Fincho pase por ahí al frente, métanse pa dentro inmediatamente, que está loco. ¡Ah, y no le hablen! 

»Esa advertencia me hacía recordar la que, cuando vivíamos en el pueblo, me había hecho sobre La Guarapa, una mendiga demente y harapienta que pululaba muchas veces por La Trocha y se sentaba en la acera, frente al cafetín de Paco Ruiz o del almacén de don Lolo Toro, a mirar pasar la gente mientras decía una ensarta de disparates. La “reputación” de ella, según mami, era que le gustaba “llevarse” —queriendo decir “secuestrar”— a los niños para matarlos. Cuando yo iba o venía de la escuela y alcanzaba a verla de lejos, cruzaba inmediatamente al otro lado de la calle para evitar pasarle cerca y que me llevara. De verla, nada más, se me aflojaban las rodillas. 

»Por eso, aprendí a tenerle a Fincho la misma desconfianza que a La Guarapa y, cuando jugábamos frente a la casa y lo veíamos caminar en dirección de Los Cruceros, salíamos despavoridos a escondernos en lo que él pasaba» (pág. 49).

Ahora, gracias al genealogista guayanillense, Dr. Otto Sievens Irizarry, me he enterado de que el nombre propio de la Guarapa era Teresa García González (1909-1979), y que también era conocida en Guayanilla, hasta donde evidentemente llegaban sus correrías demenciales. Reproduzco, con su autorización, las palabras del Dr. Sievens:

«Los recuerdos de la niñez afloran constantemente. “La Guarapa” que yo conocí era una loca que caminaba desde la Jácana de Yauco hasta Guayanilla y sus barrios. Recorría el territorio con muchas mudas de ropas superpuestas y pulseras, algo así como una gitana. Dormía donde la cogía la noche y tiraba piedras y maldiciones a los muchachos que le gritaban “Guarapa”.

»Alrededor de los enajenados del pueblo se crean mitos y a mí me habían explicado que “Guarapa” había sido maestra. Fue mi madrina Cándida Torres Patrón, vecina del barrio Jácana quien me confrontó: ¿Quién?, ¿Teresa, maestra? Y llegó el conocimiento de algunos aspectos de su vida, los cuales quiero callar.

»Más tarde, averigüé que su familia era oriunda del barrio Algarrobo de Yauco y se habían mudado a la Jácana. Me contaron que estaba felizmente casada con un chofer de camiones de caña a quien le decían “Guarapo”. Quedó viuda y cayó en un estado de depresión profundo. Pasó a ser “La Guarapa”. Ya nadie recordó que Teresa García era su nombre de pila.

»Cuando alguna de las mujeres del pueblo se viste de forma estrambótica, que llama la atención por su atuendo, resurge el espíritu de “La Guarapa”». (Recuerdos de Guayanilla, 2012).

Como ven, los loquitos y loquitas de cualquier pueblo de Puerto Rico, tenían sus nombres propios y de seguro su propia historia. Ahora lamento no haberle preguntado a mis mayores, cuando aún vivían, cuánto conocían de estos personajes de mi pueblo para haber podido escribir algo sobre ellos. Aparte de La Guarapa, los más conocidos en el Yauco de mi niñez eran Rolando Bocaepote, Míster Nolan, Palosdós, Juanito Botellas, Tornillo, Tinita, Salvita y Rosa la Loca. Pero había más. Algunos pertenecían a familias corsas de alcurnia (Rolando Antonmattei, Nolan Paoli y Julio Guilormini).

En fin, que ahora que sé su nombre y que su apodo no me infunde aquel temor infantil de entonces, solo me resta decir: 

¡Te recordaremos siempre, Teresa García González!

lunes, 18 de octubre de 2021

Norberto González: Un luchador incansable del mundo del libro

Por: Hiram Sánchez Martínez

 

El Nuevo Día, lunes, 18 de octubre de 2021, p. 33

Versión digital: https://www.elnuevodia.com/opinion/punto-de-vista/norberto-gonzalez-luchador-incansable-del-mundo-del-libro/

 

 

Tres días antes de él morir, llegué ese viernes temprano a su librería a llevar varios ejemplares de «Ató con cintas sus desnudos huesos» que Ana Cecilia, su hermana, me había solicitado. Me extrañó muchísimo ver su oficina —justo al lado de la de ella y sin puerta— en la penumbra que causan las luces apagadas. ¿Norberto no ha venido a trabajar hoy?, le pregunté sin imaginar que me respondería que él estaba hospitalizado por un incidente cardiovascular que había sufrido y le mantenía en la Unidad de Cuidado Intensivo de un hospital de Santurce. Hablamos un rato sobre la dedicación de Norberto a su trabajo, sobre el esfuerzo físico y mental que requería llevar el timón de sus tres librerías —Río Piedras, Plaza Las Américas y Cayey— y la conveniencia para su salud de que bajara la intensidad de los esfuerzos que le ponía a todo. Pero Ana Cecilia, que siendo su mano derecha seguramente le aconsejaba «bajar las revoluciones» en el trabajo, estaba resignada al modo de ser de su hermano mayor, acostumbrado desde siempre al mucho trabajar y poco descansar.

A Norberto González lo conocí cuando comprendí lo difícil que era para un escritor puertorriqueño desconocido en el mundo de la literatura publicar sus libros por cuenta propia. Créanme que lo intenté con mis primeros libros, pero editar, imprimir, distribuir y cobrar los libros propios no se me daba bien, así que alguien me sugirió que fuera donde él. Resultó ser un buen consejo. Norberto no me hizo preguntas, solo me dijo envíame el libro. Y me publicó «Antonia, tu nombre es una historia». Este libro dio pie a dos cosas. Primero: un día me llevó al segundo piso de la librería, convertido en almacén, pero que había sido el hosdaje de estudiantes en cuyo balcón Antonia Martínez Lagares había recibido un balazo mortal de parte de un miembro de la Fuerza de Choque el 4 de marzo de 1970, y me dijo: Voy a despejar este espacio —correspondiente a lo que era la sala— y a restaurar el balcón, para montar aquí algo sencillo en recordación de Antonia. Me emocionó su iniciativa. Y, segundo, cuando le propuse que colocáramos una tarja en la pared de la calle que identificara el lugar donde Antonia había sido herida fatalmente, inmediatamente me dijo: Hazla que yo la pago y tengo quien la coloque.

Habiendo estrechado más nuestra relación, otro día le expresé que quizás él debía tener una junta editorial para seleccionar los libros que publicaría porque, a mi juicio, había algunos que no tenían la calidad literaria que cabría esperar de un sello como el de su editorial Publicaciones Gaviota. No titubeó en su inmediata reacción: No, porque yo creo que todo escritor puertorriqueño que lo interese, debe tener la misma oportunidad de publicar. ¡Muy buena lección!

Norberto, aunque no se crea, podía hacer negocios como en los tiempos de antes. Un día le señalé, con respecto a alguno de los libros que me publicó, que no teníamos un contrato escrito. Contigo, con arrancarme un pelo del bigote es suficiente, y se sonrió. Tenía razón, porque ambos teníamos la misma edad, ambos veníamos de un pueblo pequeño de la isla y ambos sabíamos el valor de la palabra empeñada.

Estas son solo algunas anécdotas de mi relación con él. En algún momento, cuando me hizo su historia, esta me fascinó. Sin embargo, no le dio tiempo de contarla en un libro, como le sugerí hacer. Él era plomero de oficio por cuenta propia, pero hace muchos años, como un favor a su hermano fue a sustituirlo en unas vacaciones a la casa editora para la que este trabajaba. Resultó ser tan buen empleado y le gustó tanto ese trabajo, que el patrono lo retuvo. Allí aprendió el negocio de la distribución y venta de libros. Norberto González fue un hombre sencillo, humilde, llano y amistoso, que hizo todo lo que pudo por promover la literatura, y a quien muchos agradecemos por su ayuda y por su dedicación al mundo del libro. ¡Hasta siempre, estimado amigo!

viernes, 30 de julio de 2021

Presentación de mi novela «Ató con cintas sus desnudos huesos»

 La próxima presentación de mi última novela Ató con cintas sus desnudos huesos, será el miércoles, 4 de agosto de 2021, a las 7:00 p.m., en Casa Norberto (tercer nivel de Plaza Las Américas). Presentador: Pablo Marcial Ortiz Ramos. Comentarista: José Enrique Colón Santana. Te espero.