miércoles, 28 de diciembre de 2011

Los nuevos detectives de placas doradas

Le asoman los micrófonos porque parece tener algo importante que decir. Después de todo, la gente sigue atemorizada. Los gatilleros continúan haciendo su trabajo en las vías públicas, de carro a carro, o de carro a peatón, o de mesa a mesa en un food court, o en el despacho de un abogado, o en la sala de espera de una oficina de gobierno. La muerte acecha por doquier. Viene a la mente la escena de El Padrino en la que Michael Corleone se cita a comer en un restaurante del Bronx con el traficante Sollozzo y el capitán McCluskey para hacer las paces, pero súbitamente extrae un revólver y los mata a plena vista de los comensales, quienes, llenos de pavor, lo observan abandonar como si tal cosa el establecimiento.
Y, como si tal cosa, Emilio Díaz Colón se presenta orondo ante la prensa para anunciar la creación de veintitrés puestos de detective, trayendo consigo igual número de placas doradas, similares a las que usan Benson y Stabler en Law and Order: Special Victims Unit, o Deborah Morgan y Ángel Batista en Dexter. Se ven bonitas, es la verdad. «Cuando yo era nene en Yabucoa —dice el Superintendente— la juventud le tenía mucho respeto a los detectives». No sé lo que habrá querido decir; pero sé lo que habrá de producir: nada. De hecho, él mismo no puede articular una contestación inteligente a la pregunta del periodista: «¿Cómo resuelve esto la lucha contra el crimen?». Me lo imagino buscando con mirada nerviosa en el techo del salón la respuesta que no trajo. Lo único que se le ocurre decir es que el ciudadano, al ver la placa dorada de los nuevos detectives, «va a tener un poco de más confianza» y colaborará más con los agentes del orden público. Al leer esto no puedo siquiera sorprenderme ante este derroche de simplicidad y estulticia.
Decido entonces darle el beneficio de la duda. Es lo que mi mamá, muy beata ella, me ha inculcado desde pequeño: «No seas mal pensado, mijo, dale una oportunidad a las personas para que hagan lo que tienen que hacer. Las personas son buenas». Y por eso, comienzo a imaginar que, quizás, se trata de un mecanismo extraído del cajón de los milagros en el que habita el nuevo plan anticrimen del Súper. La escena me parece clara. Alguien que vio o escuchó la ráfaga de metralleta y salió ileso llama al 911. No es necesario que afirme que el que está tirado en el piso, inmóvil, está muerto; generalmente lo está. Los azules llegan primero. Sacan los rollos de cinta amarilla con las letras negras que dicen: «Escena del crimen — No pase», y las colocan alrededor del cadáver y del reguero de casquillos de bala que ha quedado en el lugar. Después viene la guagua del Instituto de Ciencias Forenses y sus técnicos comienzan a colocar los cartelitos amarillos plásticos con números (son muchos, demasiados) al lado de los casquillos. Y, cuando se aprestan a examinar el cuerpo, tomar muestras de sangre, fotos y las medidas de distancia entre los objetos de las pruebas, aparece con todo y sirena un carro no rotulado del que desciende una persona vestida de civil. Extrae su placa dorada y la muestra en todas direcciones. Los de azul levantan la cinta amarilla para que ella pase sin que tenga que doblarse. Le da una mirada a la escena y, todavía placa en mano, comienza a hacerle preguntas a los que están allí aglomerados. La placa sigue brillando y, al influjo de su brillo, los testigos comienzan a contestar sus preguntas sin parar.
Como en la televisión.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Platón, Diógenes y Thomas Rivera Schatz

Platón proponía, como modelo ideal para la gobernanza de cualquier Estado, que sus riendas estuvieran a cargo de los filósofos. Y Diógenes el Ingenuo (el cognomento es mío) salió a plena luz del día a una plaza de Atenas con una lámpara encendida a buscar un hombre honrado. Pues oyendo ayer la reacción del presidente del Senado al veredicto condenatorio contra el alcalde de Vega Baja por varios cargos de corrupción gubernamental, los recordé a ambos. Porque Rivera Schatz, con aire de filósofo, insistía en que el jurado había condenado injustamente a un hombre inocente  —con lo que él quería decir a «un hombre honrado»— y el alcalde Edgar Santana repetía su línea de «caso fabricado».
Pensé entonces que si los puertorriqueños exigiéramos como requisito para gobernar que sus funcionarios fueran filósofos, tendríamos a la Universidad de Puerto Rico otorgando grados honorarios de Filosofía a los Luises Fortuño, los Rivera Schatz, las J. Gos. y a las Melindas Romero de la vida. ¡Y nos chavaríamos igual!

sábado, 12 de noviembre de 2011

Y dios le habló así a Caín, digo, a Cain

Cada vez que oigo a una persona decir que escuchó la voz de Dios decirle que hiciera determinada cosa, creo que ha perdido la razón (si alguna vez la tuvo). Es lo que me ha pasado al leer que Herman Cain, el aspirante a candidato presidencial por el Partido Republicano, ha dicho que decidió postularse porque Dios lo convenció de que lo hiciera. Dijo —comparándose con Moisés—, que después de mucho orar y orar, Dios le reveló que eso era lo que él (Cain) debía hacer. Y que a esto él le respondió: «Señor, has escogido al hombre equivocado. ¿Estás seguro?» (You’ve got the wrong man, Lord. Are you sure?). Esta «revelación divina» le llegó luego de dos semanas de estarse defendiendo de alegaciones de hostigamiento sexual, a las que se han añadido ahora las de cuatro mujeres que lo acusan de lo mismo, por hechos ocurridos hace diez años cuando él presidía la Asociación Nacional de Restaurantes.
Es evidente que al dios imaginario de Cain no le importa que los candidatos a presidente de Estados Unidos tengan tacha —tacha moral, sobre todo— o que anden divulgando por ahí lo que, de seguro, debió ser una conversación privada entre creador y criatura. Pero nada nos extrañe; eso ocurre cuando el hombre hace a dios a su imagen y semejanza, justamente lo que Cain ha hecho. Aun así, en su viaje de esquizofrenia, Cain comprendió la equivocación de su dios porque le alcanzó la razón para decirle: «Has escogido al hombre equivocado». Lo lamentable es que siempre habrá alguna gente, sin esa clarividencia, que votará por él.

jueves, 13 de octubre de 2011

Noticias raras y comentarios insulsos


El otro día uno de mis lectores me preguntó que si yo me pasaba todo el día buscando noticias raras en la Internet para luego comentarlas. (También acotó que hacía tiempo que no traía a cuento el personaje de «mi mujer» y que si eso se debía a que mi esposa me lo había prohibido). Una cosa a la vez.
No, no pierdo el tiempo navegando por la Internet; tengo asuntos más importantes que hacer. Eso sí, diariamente visito las páginas de algunos periódicos de aquí y del extranjero. Sé que hay gente que no lee la prensa; dos ejemplos importantes, por la notoriedad de sus nombres, lo han sido Jorge Luis Borges y Roberto Bolaños (no Chespirito, sino el autor de Los detectives salvajes). Pero yo no he llegado aún a tanta indiferencia. De hecho, muchos de mis comentarios son sobre asuntos políticos o gubernamentales de sobrada relevancia y revestidos de gran seriedad. Así que muchos de los temas los veo en las versiones digitales de los periódicos por casualidad. Otras veces se presentan de modo más fácil, pues este tipo de noticia insulsa que se presta para comentarios livianos está justo allí en la página de apertura de Yahoo, donde tengo una de mis cuentas de correo electrónico, y resulta casi imposible no verlas. Aclarado el asunto de de dónde obtengo mis temas triviales, paso a lo segundo.
No, mi esposa no me ha prohibido escribir sobre «mi mujer» ni sobre ningún otro tema. Ella le deja eso a los gobiernos —algunos de nuestro propio vecindario geográfico— que suponen que su legitimidad y permanencia en el poder depende de que la gente no exprese sus opiniones, de que no critique sus acciones, de que no se sepa lo que hacen mal. Además, yo me comporto como «un buen padre de familia», al decir de los abogados, y modero mi expresión si sospecho que ella pudiera sentirse aludida de algún modo. Por ejemplo, yo no hubiera escrito la entrada sobre la noche de bodas de doña Cayetana, la duquesa de Alba, si mi esposa tuviera 85 años y luciera tan…

miércoles, 12 de octubre de 2011

No con el techo de cristal, sino con los bolsillos de cristal

Hay que ver la que se ha formado ante una modificación de la ley electoral que eximirá a los candidatos a cargos públicos de tener que divulgar sus planillas de contribución sobre ingresos como condición para su postulación. Uno esperaría que los defensores de una medida antipopular como esa fueran los novoprogresistas y no los populares —los del Partido Popular— que siempre han querido distanciarse de los estilos de clóset oscuro y blindajes opacos que caracterizan a su adversario principal. Pues ahora resulta que, ante la reacción airada de la gente, algunos legisladores populares han negado que fueran conscientes de que se estaba aprobando esa enmienda entre el «paquete» que contenía el proyecto de ley, y que votaron «sí», como el papagayo, porque su portavoz Héctor Ferrer se los pidió.
Esta mañana, mientras me enteraba de este brutum fulmen, escuchaba una entrevista que le hacían a Héctor Ferrer, a quien, por sus contestaciones solamente, no habría reconocido. Pero el locutor tuvo la cortesía de hacernos saber el nombre del entrevistado y sólo por eso advertí que se trataba del candidato a Comisionado Residente en Washington por el Partido Popular, y no de un portavoz del PNP. El fundamento de la enmienda que defendía era, según él, la intimidad del candidato o aspirante a candidato. No hay razón, afirmaba, para que un candidato no tenga los mismos derechos —como el de privacidad— que tienen los demás ciudadanos al amparo de la ley y la Constitución. Después de todo, añadió con aire filosófico, «la moral no se legisla». Y para que no cupiera duda de que la divulgación de las planillas debe ser cosa voluntaria y que eso es lo mejor que puede pasarle al país, dijo —como para rematar— que él se proponía revelar las suyas. ¡Miren qué mogolla!
Para empezar, el aspirante a un puesto público no tiene por qué exigir tanto «secreteo» ni «intimidad» en sus finanzas, pues a cambio —tratándose de un legislador—, le vamos a pagar un sueldazo con fondos nuestros que no podría ganar de otro modo, más dietas o bonificaciones diarias por el simple hecho de ir a trabajar, y un subsidio mensual de ensueño para la compra y mantenimiento de un automóvil de lujo. (No incluyo los almuerzos y cenas de cachete, u otras amenidades porque no tengo la prueba). De modo que quien quiera mantener en secreto sus finanzas puede optar por no aspirar a un cargo pagado con fondos públicos. De hecho, el Pueblo de Puerto Rico no los necesita; es preferible que se queden echando barriga en la intimidad de su hogar o en cualquier otro sitio, menos en el Capitolio. El país necesita servidores públicos honrados que no tengan nada que esconder, o como decía Tierno Galván, con los bolsillos de cristal.

martes, 27 de septiembre de 2011

Todo incluido

Ahora se publica que Shakira ha comprado parte de una isla al norte de las Bahamas por $16 millones para establecer un centro vacacional de lujo para los «ricos y famosos». Creo que ha hecho un mal negocio. Si le hubiera manifestado ese interés al adalidad de las alianzas público-privadas —el gobernador Fortuño, quién si no— de seguro le habría vendido la mitad de Puerto Rico… y por menos que eso. Incluso, pudo haber obtenido el «mailing list» de sus 100 amigos millonarios —como clientes potenciales—, los mismos a quienes Fortuño, dijo en su campaña, llamaría al ganar las elecciones para que invirtieran sus fortunas en el desarrollo económico de Puerto Rico, pero que no ha podido llamar porque se le ha extraviado esa lista.
Ah, y lo que Shakira no sabe es que «la ganga» de Fortuño es con subsidio de electricidad. ¡Todo incluido!

sábado, 24 de septiembre de 2011

Ni «Rayuela» ni la ópera (Columna)

Columna publicada hoy en El Nuevo Día

Aún recuerdo la cara de estupor que puso un amigo a quien, en medio de una conversación casual, le dije que había comenzado a leer «Rayuela» tres veces y había desistido otras tantas. De hecho, aprovechando ese estado de perturbación que pueden causar ciertas palabras en algunos semejantes, le expresé de seguido que la ópera me aburría. No creo que él estuviera preparado para escuchar tantas «blasfemias» juntas contra dos hitos de la cultura, pues simplemente se limitó a decirme: «Es una cuestión de gusto, y el gusto puede educarse». Fueron palabras de mucha sensibilidad que tomé como seña genuina de su afecto.

No sé si, en el fondo, él pensaba que mi caso es el de esos lectores que rechazan una obra por simple renuencia a hacer un esfuerzo prolongado de concentración —a los que se refirió Vargas Llosa desde este mismo espacio—, pero se trata de un riesgo al que me tengo que exponer si no quiero renunciar a expresar lo que pienso. Para mí, basta saber que, como muchos, puedo acometer la lectura de cualquier obra y salir airoso si me lo propongo, y que no es cuestión de sucumbir a los nombres prominentes o a la grandilocuencia de los críticos, ni mucho menos rechazar a las almas desafortunadas que vagan por el mundo editorial. 


En lo que va mucho de razón es en la intervención del gusto —sea educado o no— a la hora de enfrentar cualquier texto: esa maravillosa combinación de letras, sílabas y oraciones que nos revuelven las neuronas para provocar todo tipo de respuesta en nosotros. Me ha pasado alguna vez que, tras recomendar con mucho entusiasmo una obra a un amigo, la reacción a su lectura no ha sido tan entusiasta como yo creía justificado. Lo mismo me ha pasado ocasionalmente cuando alguien me ha recomendado un libro.


Tiempo después de la conversación sobre la literatura y la «educación» del gusto a la que me he referido, y mientras leía a Juan José Millás, tropecé con una declaración suya en la que este afirmaba algo que me hizo recordar mi desazón con «Rayuela». Hubo una época, decía él en palabras no tan exactas, en que para ser un buen escritor había que lograr cierta «ininteligibilidad». En aquel tiempo, era tenido en menos el autor que escribiera su obra de manera lineal o cronológica, o que consiguiera que el lector no se perdiera en las tramas intrincadas, o en el impredecible ir y venir del decurso del tiempo de la acción, o en la caracterización de personajes inusitados. Mientras menos se comprendiera el texto, mayor estimación ganaba su autor. Por ende, un narrador de tramas sencillas no podía aspirar al carné de escritor que expedían los críticos literarios ni al reconocimiento de sus pares.


Pero un día, decía Millás, anunciaron por televisión el fin de esa época, con tan mala suerte que algunos escritores no tenían prendido el televisor y no se enteraron de la noticia, ni entonces ni después. Algunos continuaron con su estilo decantado y, aunque mantienen su carné al día, son los que menor entusiasmo suscitan entre los lectores. Otros, han perseverado en la creencia, al decir de otro escritor, de que una oración puede ser una novela y una novela una oración. Afortunadamente para mí, Cortázar tiene una obra vasta y puedo disfrutar de muchos otros de sus textos con la misma devoción que lo hago con los de Cervantes o García Márquez.


En otra ocasión, comentando lo mismo con otro amigo, este quiso ponerme a prueba: «¿Entonces no lees a Saramago?», a lo que contesté: «Como lector, puedo darme ese lujo: el de las contradicciones». Debo admitir que, al contrario que mi mujer, puedo sobreponerme a las tribulaciones que suelen causar en muchos lectores el estilo literario del autor de «Caín», de quien, con toda seguridad, Millás diría que no veía televisión el día que debió hacerlo. Lo imagino porque en las traducciones de su obra al español —y que supongo fieles a su original portugués—, vemos que el escritor se ha saltado la ortografía a la torera, o al menos casi todas las normas esenciales que tanto trabajo nos cuesta aprender en la escuela, y que existen, después de todo, para hacernos entender mejor. 


Pero realmente con él no me ha pasado lo mismo que con Cortázar, a pesar de que la lectura de las obras de Saramago me obliga a un ejercicio continuo de recomponer el texto en mi cerebro, tras cada línea, para no perder el hilo ni la pasión. Me he preguntado a veces si es que Saramago pensaba realmente que sería muy estrafalario de su parte que las oraciones de sus novelas llevaran punto final, o que los diálogos aparecieran indicados entre comillas o con rayas iniciales en párrafos separados, como manda la Academia. Sé que podrían decirme que la incorporación de los signos ortográficos a la escritura de algunos idiomas del mundo ha sido cosa reciente, incluso el uso de las vocales; que uno de los ejemplos más pertinente a nuestra civilización es el del hebreo bíblico, y que, aun así, hemos podido leer a los hagiógrafos y beneficiarnos de sus versiones modernas.


Lo cual sugiere que la magia de la palabra escrita a veces parece ajena a la convención de sus grafemas, pues con más que menos vocales, con más que menos sílabas, con más que menos orden, siempre nos provocan, aunque de diferente manera. Tanto es así que si extrajéramos de una urna un número indeterminado de vocales, sílabas y signos de puntuación y las colocáramos para formar un texto aleatorio, siempre conseguiríamos a alguien que dijera «¡magistral!», expresión que, por supuesto, estaría matizada por el gusto del lector.

Edición impresa a la página 64; versión digital en: