sábado, 14 de diciembre de 2013

De libros y obsesiones (Columna)


Columna publicada hoy en El Nuevo Día


No sé a cuántos lectores y compradores compulsivos de libros les ha pasado. Muchas veces mi mujer me acompaña a alguna librería, y advirtiendo en mí la misma mirada que ponen los niños en una juguetería, me dice con respecto al libro que sostengo en mis manos: «¿Por qué vas a comprarlo si en casa tienes muchos que no has leído?». Es mejor lectora que yo, pero tiene muy buen sentido práctico, que yo siempre trato de refutar: «Tengo que asegurarlo ahora, no sea que cuando venga a buscarlo para leerlo, ya no esté». Preferiría decirle la verdad: que los libros son esos artículos que pueden comprarse por distintas razones y sin ellas. Hay quien los compra para leerlos inmediatamente y otros para no leerlos ni entonces ni después.
En esto me sentí confortado por Roberto Bolaño. En un documental que ya he visto un par de veces, el fenecido autor de 2666, quien iba cada tres días a una librería cerca de su casa en Blanes, Barcelona, declaraba que él tenía libros que no había leído y que sabía que nunca leería. Los tenía de compañía, así de simple, más bien para verlos, tocarlos y hojear sus páginas. Ese día descubrí que yo no estaba solo en esa atolondrada afición de comprar un libro que no leería de momento o que sabía que ni los años por vivir me darían para leerlo.
Y es que los libros ejercen esa magia. Son ese enhebrado hilo que cose en el alma de los lectores esas estridentes obsesiones. Que en mi caso no son pocas. A veces recurro a infinidad de acrobacias para conseguir determinado libro. Me pasó con Un hombre acabado, de Papini, uno de mis favoritos de juventud, el que tuve la torpeza de prestar a un amigo querido, quien, como manda la Ley del prestalibros, no me lo devolvió; peor aún, negó que se lo hubiera prestado. Decidí reponerlo. Ninguna librería donde lo busqué lo tenía, salvo un vendedor por Internet, pero cuando intenté comprarlo resultó que no hacía envíos a la Isla. La historia corta es que mi hija consiguió que una amiga suya de Miami lo comprara y me lo enviara.
Otras veces he pagado cuarenta dólares de franqueo a un librero de España por un libro de quince euros. Y que no me digan que ahí están los libros electrónicos, lo sé, y tengo uno de esos lectores cibernéticos para cuando no me quede más remedio. Pero no es lo mismo. Solamente la conveniencia del precio y la inmediatez de su adquisición lo justifica. No da igual tener un retrato de la amada, por más que puedas mirarlo y admirarlo, que a la amada misma, con su textura y aroma inigualables.
Otras veces, la pregunta de mi mujer se vuelve recriminación, como cuando, conciliando el estado de cuenta de las tarjetas, advierte los gastos incurridos. «Este mes hemos tenido muchos gastos en libros». Así, a bocajarro, dicho en primera persona del plural, como queriendo diluir un poco la contundencia del señalamiento. «Trata de no comprar ninguno este mes». Entonces vienen a mi rescate las diversas estrategias que he aprendido de algunos amigos míos que confrontan problemas similares: «Usa efectivo, no guardes los recibos, no dejes rastros»; «Déjalos en el baúl del carro, luego, espera a que ella se duerma o no esté en la casa para meterlos en la biblioteca»; «Entremézclalos con los que llevan tiempo de comprados, así no los reconocerá».
De momento, me siento como el hombre que recibe consejos sobre cómo ser infiel sin que la mujer lo descubra. Como si la simple acción de querer leer lo último de Abad Faciolince, Nettel, Ovejero o Santos Febres fuese un acto de traición que deba ser ocultado de ella a toda costa. Porque colocar el nuevo libro en la tercera tablilla de arriba hacia abajo, y a la izquierda, es como pedirle a una amante que entre al clóset para que la esposa no descubra nuestra infidelidad. Pero en esto no termina el llorar y crujir de dientes.
El otro asunto objeto del pragmatismo ordinario de ella con los libros se relaciona con los ya leídos: que por qué no los regalo. Es verdad, la mayoría de esos libros permanecen en los estantes, muchas veces parqueados en doble fila, sin que tenga planes concretos de volverlos a leer antes de que me muera. Claro, hay unos que sí (quién podría morir sin leer más de una vez al Quijote, Cien años de soledad, o La víspera del hombre). Aquí viene a cuento lo que dice Sergio Ramírez en su columna «Ventajas del olvido» (El Nuevo Día, 19 de octubre de 2013): que releer un libro, para él es como leerlo por primera vez. Para mí también. Es posible que en su caso como en el mío el asunto esté acentuado por los años que hemos vivido y las lecturas que hemos hecho, pero en el fondo creo que se trata de otra virtud de la literatura: la capacidad de provocarnos, de seducirnos, la de siempre suscitar emociones nuevas porque trasciende el tiempo y sus trastornos, la de lograr nuevos arreglos en la maraña de nuestras neuronas palidecientes.
Por eso la posibilidad de releer un libro y experimentar la emoción de «la primera vez», hace que me resista a todo tipo de sugerencia que implique deshacerme de ellos u ocultarlos de mi mujer. No me da el corazón para esa traición.  Y si no dejar de comprarlos o retener los leídos es sinónimo de falta de juicio, que alguien traiga la camisa de fuerza.

Edición impresa a la página 72; versión digital en:


martes, 27 de marzo de 2012

Benedicto XVI en Cuba


A propósito de la visita de Benedicto XVI a Cuba, sorprende lo que ha podido adelantar el sentimiento religioso de los cubanos en los últimos tres lustros en esa Isla, después de la visita anterior de Juan Pablo II. Y digo «adelantar» en el terreno religioso porque en el político la intolerancia y la represión no ha cedido un ápice. O sea, que ahora los cubanos en Cuba pueden rezar en voz alta, pero no criticar a su gobierno ni siquiera en voz baja. Es lo terrible de las dictaduras, tanto las de derecha como las de izquierda.
El derecho a expresar la opinión sobre las acciones gubernamentales, las políticas, el sistema económico sobre los que se afirma la gestión pública, la represión policial, o el carácter de sus dirigentes, no debe ser penalizado por ningún Estado cuando se ejerce pacífica o civilizadamente. Por eso tampoco reconozco la legitimidad del carpeteo que consuetudinariamente realiza el FBI en Estados Unidos contra los ciudadanos que meramente exponen sus ideas contra los abusos de los banqueros y sus socios capitalistas, la guerra, la corrupción y otras miserias que tanto les afectan. Y de mordaza y represión ya conocemos bastante los puertorriqueños; primero bajo España, y ahora bajo Estados Unidos. Ante esto, solo la expresión de nuestra indignación puede contener la acometida de las oleadas de represión que, lamentablemente, también se originan en las esferas de poder en Puerto Rico: las nuestras y las extranjeras. Solo nosotros, no Benedicto XVI, podemos resistir. Lo mismo han aprendido los cubanos (los de Cuba, no los de Miami).

miércoles, 14 de marzo de 2012

Pueblo versus Fulano de Tal

Aún no sabemos quién es «Brian», pseudónimo del agente del FBI que le disparó a Filiberto Ojeda sin que se tratara de un caso de legítima defensa. Así lo concluyó en su informe la Comisión de Derechos Civiles, y así tendrá que concluir eventualmente el informe de investigación del Departamento de Justicia de Puerto Rico cuando se haga público el sumario fiscal. Tampoco sabemos el nombre del piloto que dejó caer «por error» la bomba que mató a David Sanes en Vieques, y que marcó el principio del final de la presencia de la Marina de Guerra de Estados Unidos en la isla-municipio. «Brian» está fuera de Puerto Rico, por aquello de reforzar la idea de que el brazo de la justicia puertorriqueña no puede alcanzarlo porque, ante el poder de Estados Unidos, nuestra justicia es manca.
Leo ahora un episodio que me ha hecho recordar estos dos casos: un sargento estadounidense —cuya identidad no ha sido revelada—, que mató a tiros a 16 civiles en Afganistán, fue sacado de ese país a otro lugar desconocido a pesar de los reclamos del pueblo afgano para que sea juzgado donde cometió los delitos, como debe ser. Independientemente de que los 16 asesinatos sean punibles por el código militar de Estados Unidos, Afganistán tiene el derecho —y hasta la obligación— de juzgarlo en sus tribunales porque tales crímenes son también contrarios a la ley penal de ese país. No hay tal cosa como «jurisdicción exclusiva» de la autoridad militar norteamericana.
El fundamento es el mismo por el cual El Pueblo de Puerto Rico tiene derecho a juzgar a «Brian» si se supiera su identidad. Las actuaciones ilegales de los empleados y miembros de las fuerzas armadas de Estados Unidos deben ser juzgadas por los tribunales civiles de los países afectados por esos actos criminales. No hacerlo es claudicar, es bajar la cabeza.
En Puerto Rico necesitamos un «Baltasar Garzón» que azuce nuestra memoria histórica, un buen fiscal que no esté dispuesto a olvidar y perdonar.

martes, 13 de marzo de 2012

Sex shop

El candidato a gobernador por el PPD lo ha dicho sin tapujos: «Entré al sex shop a comprarle un regalo a mi esposa, y qué». Es lo mismo que yo haría en un sitio donde no me conocieran: comprarle a mi mujer lencería provocativa, aceites aromáticos para masajes y cualquier otra chuchería que sirviera para acentuar nuestra apetencia amatoria para una noche de pasión y desenfreno sano. Pero no. Ahí están los políticos puritanos, los nuevos portavoces del fariseísmo, los que no le conceden al marido y la mujer el margen de intimidad necesario para sus manifestaciones de cariño, para la copulación legítima que es producto del amor conyugal, del enamoramiento avivado por la imaginación y la ternura de los que se quieren. La relación de marido y mujer no es para el coito desabrido de las demás especies animales, que solo actúan por el instinto de la reproducción. ¿O es que el otro candidato —el que ya conocemos— solo esto sabe hacer? Me Luce que su mujer…

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Los nuevos detectives de placas doradas

Le asoman los micrófonos porque parece tener algo importante que decir. Después de todo, la gente sigue atemorizada. Los gatilleros continúan haciendo su trabajo en las vías públicas, de carro a carro, o de carro a peatón, o de mesa a mesa en un food court, o en el despacho de un abogado, o en la sala de espera de una oficina de gobierno. La muerte acecha por doquier. Viene a la mente la escena de El Padrino en la que Michael Corleone se cita a comer en un restaurante del Bronx con el traficante Sollozzo y el capitán McCluskey para hacer las paces, pero súbitamente extrae un revólver y los mata a plena vista de los comensales, quienes, llenos de pavor, lo observan abandonar como si tal cosa el establecimiento.
Y, como si tal cosa, Emilio Díaz Colón se presenta orondo ante la prensa para anunciar la creación de veintitrés puestos de detective, trayendo consigo igual número de placas doradas, similares a las que usan Benson y Stabler en Law and Order: Special Victims Unit, o Deborah Morgan y Ángel Batista en Dexter. Se ven bonitas, es la verdad. «Cuando yo era nene en Yabucoa —dice el Superintendente— la juventud le tenía mucho respeto a los detectives». No sé lo que habrá querido decir; pero sé lo que habrá de producir: nada. De hecho, él mismo no puede articular una contestación inteligente a la pregunta del periodista: «¿Cómo resuelve esto la lucha contra el crimen?». Me lo imagino buscando con mirada nerviosa en el techo del salón la respuesta que no trajo. Lo único que se le ocurre decir es que el ciudadano, al ver la placa dorada de los nuevos detectives, «va a tener un poco de más confianza» y colaborará más con los agentes del orden público. Al leer esto no puedo siquiera sorprenderme ante este derroche de simplicidad y estulticia.
Decido entonces darle el beneficio de la duda. Es lo que mi mamá, muy beata ella, me ha inculcado desde pequeño: «No seas mal pensado, mijo, dale una oportunidad a las personas para que hagan lo que tienen que hacer. Las personas son buenas». Y por eso, comienzo a imaginar que, quizás, se trata de un mecanismo extraído del cajón de los milagros en el que habita el nuevo plan anticrimen del Súper. La escena me parece clara. Alguien que vio o escuchó la ráfaga de metralleta y salió ileso llama al 911. No es necesario que afirme que el que está tirado en el piso, inmóvil, está muerto; generalmente lo está. Los azules llegan primero. Sacan los rollos de cinta amarilla con las letras negras que dicen: «Escena del crimen — No pase», y las colocan alrededor del cadáver y del reguero de casquillos de bala que ha quedado en el lugar. Después viene la guagua del Instituto de Ciencias Forenses y sus técnicos comienzan a colocar los cartelitos amarillos plásticos con números (son muchos, demasiados) al lado de los casquillos. Y, cuando se aprestan a examinar el cuerpo, tomar muestras de sangre, fotos y las medidas de distancia entre los objetos de las pruebas, aparece con todo y sirena un carro no rotulado del que desciende una persona vestida de civil. Extrae su placa dorada y la muestra en todas direcciones. Los de azul levantan la cinta amarilla para que ella pase sin que tenga que doblarse. Le da una mirada a la escena y, todavía placa en mano, comienza a hacerle preguntas a los que están allí aglomerados. La placa sigue brillando y, al influjo de su brillo, los testigos comienzan a contestar sus preguntas sin parar.
Como en la televisión.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Platón, Diógenes y Thomas Rivera Schatz

Platón proponía, como modelo ideal para la gobernanza de cualquier Estado, que sus riendas estuvieran a cargo de los filósofos. Y Diógenes el Ingenuo (el cognomento es mío) salió a plena luz del día a una plaza de Atenas con una lámpara encendida a buscar un hombre honrado. Pues oyendo ayer la reacción del presidente del Senado al veredicto condenatorio contra el alcalde de Vega Baja por varios cargos de corrupción gubernamental, los recordé a ambos. Porque Rivera Schatz, con aire de filósofo, insistía en que el jurado había condenado injustamente a un hombre inocente  —con lo que él quería decir a «un hombre honrado»— y el alcalde Edgar Santana repetía su línea de «caso fabricado».
Pensé entonces que si los puertorriqueños exigiéramos como requisito para gobernar que sus funcionarios fueran filósofos, tendríamos a la Universidad de Puerto Rico otorgando grados honorarios de Filosofía a los Luises Fortuño, los Rivera Schatz, las J. Gos. y a las Melindas Romero de la vida. ¡Y nos chavaríamos igual!

sábado, 12 de noviembre de 2011

Y dios le habló así a Caín, digo, a Cain

Cada vez que oigo a una persona decir que escuchó la voz de Dios decirle que hiciera determinada cosa, creo que ha perdido la razón (si alguna vez la tuvo). Es lo que me ha pasado al leer que Herman Cain, el aspirante a candidato presidencial por el Partido Republicano, ha dicho que decidió postularse porque Dios lo convenció de que lo hiciera. Dijo —comparándose con Moisés—, que después de mucho orar y orar, Dios le reveló que eso era lo que él (Cain) debía hacer. Y que a esto él le respondió: «Señor, has escogido al hombre equivocado. ¿Estás seguro?» (You’ve got the wrong man, Lord. Are you sure?). Esta «revelación divina» le llegó luego de dos semanas de estarse defendiendo de alegaciones de hostigamiento sexual, a las que se han añadido ahora las de cuatro mujeres que lo acusan de lo mismo, por hechos ocurridos hace diez años cuando él presidía la Asociación Nacional de Restaurantes.
Es evidente que al dios imaginario de Cain no le importa que los candidatos a presidente de Estados Unidos tengan tacha —tacha moral, sobre todo— o que anden divulgando por ahí lo que, de seguro, debió ser una conversación privada entre creador y criatura. Pero nada nos extrañe; eso ocurre cuando el hombre hace a dios a su imagen y semejanza, justamente lo que Cain ha hecho. Aun así, en su viaje de esquizofrenia, Cain comprendió la equivocación de su dios porque le alcanzó la razón para decirle: «Has escogido al hombre equivocado». Lo lamentable es que siempre habrá alguna gente, sin esa clarividencia, que votará por él.